LUCES Y SOMBRAS EN MI ALDEA
VERSOS SENCILLOS A LA VIRGEN DEL PILAR,
PATRONA DE MI BARRIO.
STELLA MATUTINA, LUX
DIVINA
Virgen pilarica
de Overa en el cielo,
de la lluvia avisa
que no nos mojemos;
muéstranos la vía
por dónde andaremos
si sale con ira
el río traicionero;
protege las vidas
de tus lugareños;
que no se repita
en sus desafueros
la fiera visita
del flumen superbo
que llega deprisa
con males sin cuento
y viene y nos quita
el puente de hierro.
Que llueva, que llueva
con conocimiento,
Virgencica nuestra,
que no nos ahoguemos,
que crezca la huerta
de nuestros abuelos;
y tengamos fiesta
los vecinos buenos;
gocemos, brindemos
con las copas llenas
por estos momentos
de risa y verbena
y con fe roguemos
a ti, Virgen buena,
que nos des consejos
frente a la tormenta,
augurios del tiempo
que del cielo venga
de clima revuelto,
traigas, mensajera
de tiempo sereno
y paz duradera,
de lluvia en el suelo,
regando la tierra.
Salvador Navarro Fernández
Octubre de 2014.
………..……………………
¡MENOS
(O MÁS) LUZ, QUE ME ENCANDILO…! (Que me “escandilo”)
¡HOY, LAS LUCES, ALUMBRAN QUE ES
UNA BARBARIDAD!
LA LUZ Y LA LUMBRE EN AQUELLOS TIEMPOS
PASADOS
“Lux” y “lumen” (y su derivado
“lumine”), latinos, son las etimologías de luz y lumbre (de “lumine” salió “lumbre” como de
“homine (m)” salió “hombre”)
La luz y la lumbre (que también
“alumbra”, lógicamente como el término indica literalmente) han sido fenómenos
íntimamente ligados en la vida de la gente. También en la vida de la gente de
Overa. Por otra parte, también a todos nos alumbraron cuando nos dieron a luz.
“Azafrán de noche y candil de
día, faena ·perdía·”
“ Candil de la calle, oscuridad
de su casa”
“Tienes menos luces que un candil 'apagao'”
Yo nací más en la era del candil
que de la luz eléctrica. Por eso lo recuerdo bien.
El candil, sucesor metálico de las lucernas de
terracota romanas, era el más humilde de los instrumentos de iluminación con
que contábamos en mi infancia. Con su mecha o torcida (“torcía”) empapada de
aceite como combustible, “la mencha”, que decía la gente de mi tierra, o pabilo
-de donde viene lo de “espabilarse” o despabilarse, como si dijéramos
imprimirle más luz a la mente o prestar atención a un asunto, y, de hecho, “espabilar el candil” era quitarle
la parte quemada de la mecha de algodón para que iluminara más intensamente,
cosa dificilísima, casi imposible, pues cuando se iba la luz eléctrica, “la luz”
que decíamos, simplemente, alumbrarse con el candil era ardua misión, como
sabían los directores de teatro si tenían que alumbrar la escena con "candilejas".
Consistía el candil en un recipiente metálico en forma de caja con las paredes poco elevadas e inclinadas hacia afuera, y de esquinas no totalmente cerradas, de modo que permitían mantener un extremo de la mecha, a la que se prendía el fuego y daba la llama para alumbrar, descansando en una de ellas mientras el otro extremo quedaba en el “depósito”, empapado en aceite que se difundía a lo largo de aquel cordón de algodón hasta la punta encendida.
Era la fuente de luz nocturna de emergencia, a falta de otras más potentes, muchas veces por falta de recursos económicos en los hogares humildes.
El quinqué, con su tubo de
vidrio en forma de pera y su depósito de “gas”, que no era tal gas porque era
líquido (el mismo gas que servía para “curar” catarros de garganta, aplicando
un papel de estraza doblado y empapado de ese combustible al cuello del enfermo,
sujeto con un pañuelo, durante una hora aproximadamente), mejoraba al candil; con
su ruedecilla dorada para darle más luz o menos, con el soplido en la boca del
tubo haciendo pantalla con la mano para
que el chorro de aire del soplo penetrara hasta la llama y la apagara, cuando
nos íbamos a dormir. Algunos quinqués eran verdaderas obras de arte industrial
y adornaban más que otros muebles.
Y como las velas eran escasas por lo
caras y menos duraderas, estaba después el carburo, como pintoresco recurso de
alumbrado doméstico nocturno, con aquel chorro lumínico y su característico
olor penetrante, difícil de respirar, y sin embargo, ¡qué bien soportaba la
fuerza del viento de poniente en las noches de invierno cuando íbamos a cazar
pájaros! Los había pequeños, muy refinados, con posibilidad de ir sujetos a un
casco en la cabeza, típico de los mineros. Pero los comunes eran más sencillos
y rústicos, aunque más eficientes.
Estaba también el farol, con el mismo
combustible que el quinqué (como el infernillo, más tarde), que ayudaba a los
regantes o “regaores” mejor dicho, a orientarse en noches sin luna, en las
vicisitudes que conllevaba esta actividad cuando la tanda de riego les tocaba
acabada la luz del día. Del mismo modo era útil el farol cuando alguien salía
de visita a casa de algún amigo, en noche oscura. Era propio de matrimonios,
pues los mozos prescindían de este elemento, de este foco de luz (del latin
“focus”, fuego) sin problemas, pues los caminos, que no calles, se los conocían
hasta en el menor recodo o dificultad en sus irregularidades de firme,
incluídas las piedras salientes donde no tropezar.
La linterna de petaca llegó
posteriormente, y supuso un toque de progreso considerable. Para comprobar la
carga de la pila se tocaban a la vez con la lengua las dos placas metálicas de
los polos, que hacían una pequeña descarga cosquilleante, con mayor o menor
intensidad, según la energía que tuviera la pila, acumulada, que era la diversión de los críos.
La imagen que ofrecían los transeúntes
nocturnos con el farol era algo fantasmal y, hasta que no se aproximaban
suficientemente, producía alguna inquietud, debido a que agrandaban el tamaño
de las sombras del indivíduo que lo portaba.
Finalmente contábamos con la precaria instalación de luz eléctrica de mi
localidad, con aquellos cables enrollados en cordón y recubiertos con un
material de goma mínimamente aislante, por lo cual, cuando habían pasado unos
años por ellos si se blanqueaban las paredes, al pasar el mocho húmedo por
encima podías sufrir una descarga o calambre eléctrico -¡qué curiosos los
aisladores de porcelana en los que se insertaban los cables, simplemente
separando los dos hilos de la red!- y sus bombillas que llamábamos peras o
perillas, pues su forma era casi idéntica a esta jugosa fruta.
Estos sistemas de alumbrado doméstico
(porque el alumbrado público estaba ausente, naturalmente) fueron los que nos
ayudaron a iluminar las faenas diarias, y a mí, especialmente, las académicas, en mis
horas de estudio, como único alumno de bachillerato de mi barrio, cuando volvía
de las clases diurnas en el Instituto Laboral “Cura Valera” de Huércal-Overa; pero también los escasos ratos de ocio, en las fiestas, si bien es cierto que yo no llegué, aunque me hubiera encantado haber sido testigo y narrarlo, a presenciar el baile del candil, cuya música del folkclore extremeño es, sencillamente, preciosa.
…………….
La llegada e implantación del infernillo
supuso el alivio de la siempre incómoda por lo difícil, búsqueda de leña para hacer el fuego que
calentaría guisos y desayunos. Fue una revolución en las cocinas. Sólo había
que aplicar la cerilla encendida a la gran mecha cilíndrica que abarcaba al
cuerpo central del artilugio de cuatro patas metálicas revestidas de porcelana,
regulable con un tornillo como en el quinqué, siempre que el tanque de petróleo
tuviera carga. La ventaja que ofrecía el infernillo sobre la lumbre era la ya
dicha de la leña. Sin embargo, se hacía imprescindible disponer de cerillas
permanentemente, o, al menos, de un encendedor de martillo que funcionaba con
el mismo combustible que el infernillo. Mientras que para encender el fuego
quemando leña, podía utilizarse cualquier procedimiento y medio de los
mencionados o, incluso el “yesquero” así llamado porque haciendo girar una
ruedecilla dentada mediante un golpe especial sobre una piedra también
especial, saltaban chispas o yescas que ponían en combustión una mecha que,
aplicada a ramitas secas y avivándola mediante soplidos, prendía fuego, después de haber dificultado la respiración del artífice, por el esfuerzo al soplar, y no pocas veces la tos y la irritación de los ojos producidos por el humo que precedía a la llama.
El mechero yesquero era de uso común
entre los hombres, únicos fumadores de la época, para encender los cigarros hechos a mano
con papel de librillo "JEAN" o "El Automóvil" y tabaco suelto en paquetes, generalmente llamados
cuarterones, y otras veces en un estuche de cuero, la petaca; o bien, ya
liados, de la marca Diana o Ideales normales, o de los llamados Caldo de
gallina, supongo que por el calor que dejaba en el pecho la aspiración de aquel
humo caliente del cigarro encendido. Estos mecheros habían sustituído a otros
más rudimentarios consistentes en un eslabón metálico, una piedra de las
llamadas perneras (serían de pedernal) que desprendían una chispa al golpearlas
con otra de su misma clase o con un trozo de hierro, y una mecha que se prendía
con la chispa. Pasado el tiempo, todos ellos serían reemplazados por los
encendedores a butano, más elegantes, refinados y potentes de llama, pero con
la misma función: hacer fuego, el invento más deslumbrante de la Humanidad.
Me había olvidado de las “mariposas” o
lamparillas, que siendo típicas de recordatorio de las ánimas del purgatorio,
servían como débil fuente de luz en ocasiones, en los frecuentes cortes de
suministro eléctrico con que nos obsequiaba, primero, la empresa "El Chorro" y
después "La Sevillana", antes de que pasara a ser la actual e italiana "Endesa".
Estas lamparillas consistían en una mínima mecha encendida, insertada en el centro de dos círculos de cartón
delgado superpuestos, colocados sobre el mismo aceite que empapaba la mecha o
pabilo del candil o de las luminarias o lucernas romanas, que, por cierto, también fueron nuestras, de Hispania, incuído el oleum jiennensis, o baeticus.
© Salvador Navarro Fernández
Octubre de 2014.
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