viernes, 3 de enero de 2014





                          

                       DE CINE Y DE CIRCO




           Hasta la llegada de la televisión a nuestra tierra en los años sesenta, los espectáculos públicos se centraban  en las fiestas patronales amenizadas por música en directo como la de la Orquesta Alas, cerveza sabrosísima refrigerada en un tonel entre  bloques de hielo traído de Garrucha en paja y  saco de arpillera, puestos de dulces, limón granizado y fiesta de pólvora; la Pascua aromatizada de olores de horno de leña,   “mantecaos”, rosquillos o “sobaos”, música de laúd y pandereta;  y los carnavales de cencerro y camisa empapada de vino tinto; amén de las ceremonias religiosas litúrgicas, de misa  o procesión.

        Sólo de manera esporádica pero recibidos como acontecimientos de orden superior, se produjeron otros que conmocionaban la vida rutinaria de la localidad, por lo especiales, ocasionales y raros que resultaban: Fueron  el cine y, con menor frecuencia, el circo.

        Los pases de cine no tenían periodicidad regular, pues dependían de  diversas circunstancias de distribución, disponibilidad de personal técnico, y otras.

        Una de las más célebres películas que se proyectaron en la terraza de verano de  “El Niño Antonio”  fue el musical romántico de Stanley Donen, ganadora de un óscar, 'Siete novias para siete hermanos', de 1954, con Howard  Keel y Jane Powell, disfrutada y celebrada por el público de Overa muy pronto,  ya en 1955 ó 1956, en una enorme pantalla de algodón blanco colgada en lo alto de la pared, frente a un patio de “butacas” domésticas, es decir, sillas de anea o de madera, de desconocida procedencia, pero muy confortables, a juzgar por lo poco que la gente reparaba en ellas, ante la magia de las imágenes proyectadas;  y que en este caso no perdía detalle de las aventuras amorosas de la poblada y dinámica cabaña del bosque, extraño hogar de los siete hermanos, raptores de aquellas sabinas del  cercano pueblo. Todavía resuenan en mis oídos los ecos del tema central musical de la película, aquél  Uhm, uhm…¡uhm!, de Adolph  Deutsch,  acompasado al golpe de hacha de los hermanos leñadores cortando troncos con una agilidad y elegancia de bailarín, como era propio de un musical, de la Metro Goldwin Mayer.

       El proyector lanzaba su oscilante haz de luces y sombras, definiendo con más o menos nitidez las imágenes móviles de aquella copia, algo deteriorada de tanto desenrollar y enrollar el celuloide en las cajas redondas de lata para los rollos. La gente no pardeaba. Y perderse un sólo fotograma  suponía  un error imperdonable. "¿Has visto cuando el jovencillo…?" Y si no lo habías visto porque el de delante se levantaba demasiado, ¡te habías perdido lo mejor!

       El precio de la entrada no lo recuerdo, pero, aunque no debía de ser muy elevado sino a tono con la escasa riqueza del lugar, el robusto almendro que crecía frente a la puerta de entrada del almacén de tratamiento y selección de naranja del que estamos hablando convertido en improvisada y pintoresca terraza de cine de verano,  en aquella ocasión, como en otras, se encontraba poblado de más de un felino trepador  como solían ser los mozos de la época, acostumbrados a subir a los naranjos, las higueras y cualquiera de los frutales de la huerta de Overa.   Desde aquella atalaya, el que conseguía encaramarse más rápida y prontamente, podía, no sin cierta dificultad y relativa comodidad, seguir la proyección y enterarse del argumento, en mayor o menor medida, gracias al espacio libre que dejaba en su parte superior la puerta de entrada,  al cerrarse.  En cualquier caso, podía presumir de haber gozado de una posición de espectador privilegiado. Pero si no habías conseguido localidad en el almendro, todavía podías intentarlo mirando por las rendijas de la puerta o por el ojo de la cerradura.

      Los comentarios al término de la proyección eran nulos o escasos, pues la gente, como no había ambigú ni cosa parecida se dedicaba más bien, mientras emprendía el camino de vuelta a su casa, a hablar de otros asuntos  o a reflexionar sobre aquel acontecimiento visual que se les ofrecía tan cerca de su hogar, impensable en muchas otras aldeas de una entidad parecida a la de Overa, y que todavía estaba organizando en su cabeza.

      Pusieron en esta “terraza” otras películas, pero no creo que llegaran a ser de la importancia de Siete novias para siete hermanos. Era en blanco y negro y tenía la magia que a la época le dio el blanco y negro. No hace mucho la he vuelto a ver, ya coloreada. Pero no es igual. Esta no la reconozco como la que yo disfruté. No tiene el duende de aquélla.

      Se instaló, al menos en una ocasión, en esta misma “sala” o almacén, un circo;  es difícil de entender cómo lo consiguieron, por el espacio que para tal espectáculo se exige, y tan exiguo, insuficiente a todas luces en este local. Pero se instaló.

       El programa incluía  funambulistas y trapecistas. En el número del artista sentado en una silla que se apoyaba sólo en dos puntos sobre un alambre tenso, el público exhaló un "¡Ay! Hijo mío!" a coro en el momento en que el joven protagonista simulaba caerse desde aquella altura, aunque finalmente quedaba sujeto por las puntas de los pies, al alambre. Una vez descubierto el truco, algunos se mostraban entre burlados y ofendidos. Lo cual no quiere decir que desearan que el muchacho se estrellara.

      En el número de magia, el tío Ginés no salía de su asombro  -ni el resto de espectadores-, cuando comprobó que del bolsillo de su inseparable chaqueta salía un enorme huevo de madera, así como otro, más pequeño,  que llevaba detrás de la oreja. El mago se los mostraba a la vez que le preguntaba  cómo había conseguido semejantes objetos aquella noche.

       No menos incredulidad produjo ver al faquir aquél que, cogiendo una bombilla eléctrica, la rompió y, echándose los trozos de cristal a la boca, los masticó tranquilamente y se los tragó. Las caras de la gente gesticulaban imaginándose el paso de aquellos fragmentos cortantes por la garganta del artista o por la suya propia.

      Al final del espectáculo se vendían infinidad de tiras de papel verde con números impresos en negro, y la gente, con más o menos seguridad de fortuna, las compraba ansiosa de que les tocara en la rifa la botella de coñac, trofeo que podría luego exhibir y consumir posteriormente con los amigos o, si no era tan desprendido, en familia.

      No fue el único circo que se instaló y dio espectáculo en aquellos años de escasez, en mi aldea.

      Estuvo en más de una ocasión también la troupe del  Melquíades de Cien años de soledad, en Macondo; digo…en Overa.

      Hacían el pasacalles, anunciándose a la manera tradicional, el músico autodidacta de la reluciente y escandalosa trompeta, el domador de la cabra Catalina, el del tambor tronante, y alternativamente, un mono diminuto  vivaracho o  un babuino o macaco leonino que causaba pavor entre los críos de menor edad.

      Era el anticipo de lo que podría contemplarse en la función que tendría lugar aquella tarde-noche en alguna era donde se instalaba la precaria carpa, pues como la compañía no disponía de equipo de iluminación, era necesario hacer uso de la luz natural.

     El programa de actuaciones, ya en sesión, incluía la participación de una pobre muchacha escuálida, contorsionista hasta lo imposible, algún aprendiz de payaso sin suficiente gracia;  un violinista como instrumentista exótico por el modo de sujetar el instrumento y por el sonido del mismo, desconocido en la localidad, así como unos saltos de los monos papiones o babuinos, sobre artistas de la “empresa” intercalados de algún joven voluntario que se prestara a servir de apoyo a los cuadrumanos.

    El número de la cabra escalando una estructura de madera  cada vez más estrecha y empinada, hasta colocar las cuatro pezuñas en un espacio no mayor que un tacón de zapato, al son de la trompeta ruidosa, era la actuación estelar, apoteósica, previa al paso entre el público de un recipiente, canastillo de caña, solicitando una aportación económica voluntaria, añadida al coste de la entrada al espectáculo, que ya se había abonado. Era escasa la cantidad de monedas que conseguía la contorsionista, encargada de hacer la colecta. Pero el espectáculo había merecido la pena, después de todo.

      En el almacén de Doña María se proyectaban las películas en invierno. El local era espacioso e impresionante, sobre todo si te tocaba entrar ya iniciado el No-Do, noticiario de noticias oficiales: En solemne oscuridad te recibían las trompetas, pífanos y atabales, mientras un majestuoso palomo aterrizaba en medio de una luminosa plaza cerca de cuya fuente se movían insinuantes y garbosas  palomas,  antes de ver aquella magistral manoletina dada con un capote torero, y de que el caudillo y su séquito llegara  a inaugurar un pantano en algún río de España: “Su Excelencia el Jefe del Estado, acompañado de… inauguró…”. Y todo el mundo escuchaba con silencio reverencial.

        'Puebla de Mujeres' (comedia de los Álvarez Quintero) y  'Juan Palomo' (aventuras de un bandolero de la época de la invasión napoleónica), son dos de las películas más aplaudidas por el público de Overa. También alguna otra, de tema social con moraleja, donde el delincuente acababa con sus huesos entre rejas, tras intentar infructuosamente escapar a la persecución de la Guardia Civil. El tal Alberto, el protagonista, llamado insistentemente por su madre para que se entregara cuando se había encaramado a una reja,   era motivo de crítica de una espectadora asistente: "¡Vaya ración de Alberto…!" Y en eso consistió su crítica a la película.

       Al terminar la proyección el público abandonaba la sala, con pocas ganas de hacerlo, tratando de reconocer a los asistentes que salían de las tinieblas cinematográficas.

       Los rigores del invierno de esta tierra por la noche, especialmente a la salida de aquel  local cerrado y más o menos caldeado por la permanencia durante dos horas de buen número de personas, sólo podían  combatirlos  los críos resguardándose bajo el chal de su madre; nada más cálido. Así podían llegar mitad dormidos mitad despiertos, a su casa, y de allí, a la cama hasta el día siguiente, soñando con los bandoleros.


                                            


                                                     Salvador Navarro Fernández

jueves, 2 de enero de 2014

EVOCACIÓN NOSTÁLGICA

         OVERA

Feraz tierra de frutales,


Huerta perdida en el tiempo,

Hogar recio de titanes

Dispersados por el viento;

Solar de heroicos afanes

Donde realizar un sueño;

Jardín de rosas amantes

Bajo un oro azul de cielo;

A través de los cristales

De las aguas de los frescos

Y abundantes manantiales,

Que ofrecieron el consuelo

En los meses estivales

Al penitente viajero

De sus aguas minerales,

Bajo aquel puente de hierro

Perdido en los vendavales,

Cuando el padre río nuestro,

Almanzora de trigales,

¡Envidiado a tal extremo…!

Generoso de humedales

De abril y mayo hasta enero

Huertas, pagos y olivares

Regaba sin regateo;

Y a rebaños admirables

Abrevó en el infierno

Del sol férreo de estiaje

Guiadas en el sendero

Las puntas interminables

Por los pastores de Homero,

Bucólicos personajes

Cubiertos por el sombrero

De palma fina de paje,

Al sonido del cencerro

Leve de peso aunque grave,

Caminando en el deseo

De que llegara la tarde,

Le canto hoy al inmenso

Dulce, profundo que arde

Amor filial, en cien versos

Que justamente le alaben

……………………

Entre naranjos, vergel

Que a los suyos siempre espera,

Que amable puso a sus pies

De la hispánica palmera

Sombra de oasis de Fez

De su río en la ribera.

El que una y otra vez

Arrastró como una fiera

Riadas dignas de ver

Desde el puente, como fiesta,

Pasar las aguas, temer

Caer en ellas, beberlas

Y allí, en ellas, perecer.

Río en cuyas riberas

Mil pájaros, de placer

Cantaban en las primeras

Horas del amanecer

Cauterizando las penas

Del que sufría algún traspiés

De la vida en las faenas

Y del cañar al almez

Y del naranjo a la higuera

Colorines de la red,

Gorriones de las eras

Acuciados por la sed

Vuelan con alas de seda

Derechos a devolver

Su vida en una quimera

Ante algún niño cruel

Oculto tras la maleza…

Tal fue la mítica Overa.

………………..

¿Dónde fue la primavera

De un azahar florecer?

¿Dónde la yema primera

Que brotó al atardecer

Se perdió de aquella higuera

Tan dulce como la miel

En el barranco señera?

¿Dónde el baile de maitines?,

¿Dónde fiestas familiares?

¿Dónde están los bailarines

De nuestras fiestas locales?

Y ¿dónde, dónde se fue

Aquella imagen de Overa?

Hoy esta tierra fecunda

De ubérrimo suelo hecha,

De gente buena, rotunda,

Incierto futuro apecha;

Del orbe una parte inunda

Insegura suerte, acecha

Un gran peligro y abunda

El temor a una cosecha

Quemada por la profunda

Sequía, al sol deshecha.

Hoy he de reconocer

Que la nuestra es otra Overa.

Se ha trasladado el vergel

Del huerto al monte, a la sierra.

Y se ha convertido en dosel

Del río y de su ribera.

El sol abrasa otra vez

Ya todo el año, sin tregua

Aquella especie de Edén

Que por otro tiempo fuera.

¡Qué gloria sería poder,

Agrícola y ganadera,

Ver del tiempo a su través

La antigua, apacible Overa!

                                                                        © Salvador Navarro Fernández.




        

OVERA DEL SOL NACIENTE







                           OVERA DEL SOL NACIENTE











                A la salida del sol,

           un mar verde de naranjos

           con perfume de azahar

           y brillantes rubios astros,

           recibía al jardinero

          de Overa, su agricultor,

          encaminándose al Pago.


                   
                 Antes de que desapareciera el Pago de Overa, la más rica huerta del Valle del Almanzora,  a causa de la expropiación de tierras hecha por la construcción del pantano de Cuevas, por la extracción masiva del agua de la “cubeta” para poner en regadío las plantaciones de la Ballabona y por la implantación lenta pero constante de un nuevo sistema de vida que alternaba el plan de empleo rural con el trabajo de temporada en la hostelería catalana,  junto con la desaparición de las generaciones de mayor edad y la incorporación de muchos jóvenes a estudios medios y superiores, la explotación de la tierra era la actividad casi exclusiva de mis paisanos.
                El frutal indiscutiblemente hegemónico en las riberas del río era el naranjo, hoy lamentablemente trasladado a los cerros y llanuras circundantes.

                Era tal el arraigo de este cultivo, que los árboles con frecuencia alcanzaban  alturas  de tres o cuatro metros y abarcaban  un diámetro de sombra  en su ramaje al mediodía de verano de otros cuatro o cinco, prueba evidente del cuidado recibido de sus dueños.  La  edad de las plantaciones en muchos casos superaba el medio siglo, y seguían produciendo abundante cosecha, beneficio y disfrute paisajístico aquellos aromáticos huertos.

        Predominó,  en ellos la variedad de naranja imperial, fina de piel, dulce y sabrosa como ninguna, durante muchos años, aunque también había naranjas  “castellanas”,  “grano de oro” ,  “cañaduz”  y  “sanguinas”;  esta última, muy escasa.

                Posteriormente se introdujeron variedades modernas: “Washington”, “Thomson”, “Nabel”, etc, en los últimos años de la dilatada vida del Pago.

                Estos formidables ejemplares de naranjo eran tratados con mimo en todas las labores  de su cultivo: la artística poda, el riego oportuno a manta, el injertado cuidadoso, las labores de cava honda a base de legón o azada catalana, luego motocultor; la recolección bulliciosa y las operaciones sofisticadas de desinfección de parásitos.

                En cuanto a esta última operación, era digno de ver cómo de uno en uno los árboles se vestían con una enorme lona que servía de envoltorio a modo de tienda de campaña circular o cápsula, mientras se fumigaba su interior con un producto plaguicida-insecticida fortísimo del tipo dicloro dimetil tricloro etano (DDT como ponía en los bidones), que acababa absolutamente con todo bicho viviente que habitara o accidentalmente se encontrara en el árbol en el momento de la fumigación. Eran los técnicos especialistas los valencianos Gerardo y Darby, su hermano, huéspedes durante unos meses al año de la Venta, regentada por Gregoria y José Antonio cuya hija menor era la belleza del lugar y pretendida de huéspedes, como el primero mencionado, hábil conductor de la única vespa que en la época circulaba, conducida por su dueño con una sola mano y el otro brazo escayolado en cabestrillo.Venta que fue punto obligado de parada del “Correo”, vehículo del servicio de viajeros y correspondencia prestado primeramente por una especie de hispánica diligencia, el “altomóvil”  de gasógeno; luego, por primitivos autocares de aceite pesado (gas - oil) o gasolina; y finalmente, por modernos vehículos de línea de viajeros: los Setra Seida, de estilo y factura alemana, confortables sin llegar al aire acondicionado ni el video, pero sí con radio y elegantes cortinas correderas termoaislantes que proporcionaban, además, intimidad al envidiado pasajero.  El mismo establecimiento hostelero que vio pasar a infinidad de personajes, curiosos unos, admirables o inquietantes, otros, y que fue lugar de contratación mercantil, básicamente de partidas de naranja, adquiridas y calculadas  “a voleo”, o por kilos. Pero también lugar de intercambio cultural entre  los visitantes y la población local, escenario de saltimbanquis,  titiriteros y otros artistas ambulantes; centro de información y difusión de noticias, y mentidero.

           Famosa Venta también por sus pipirranas, así como por alguna  broma del ventero que literalmente dio alguna vez gato por liebre en un sabrosísimo arroz.

           En ella tenía lugar la recogida de la correspondencia y su distribución a los críos que, habiendo esperado impacientes a la sombra del “árbol de la pimienta”  -falso pimentero-  divisaban el vehículo postal a la altura del esbelto puente Sopalmo o de la Venta  “El Chavo”, y corrían a ponerse cerca de Julio, el cartero, por si había carta para la familia o para los vecinos, en aquella especie de estafeta de Correos, evitándole así al funcionario el desplazamiento a los domicilios particulares, y convirtiéndose ellos, los infantes, en interinos empleados del servicio oficial. Salvo en los casos de  comunicación de giro postal, custodiada entonces, por el titular, el cartero.

                Aquellos  naranjos de los que hablábamos, eran los mismos que en el mes de marzo se vestían de un manto blanco de flores entre hojas verdes y soles amarillos que ofrecían un paisaje y un aroma inigualables. Bajo su sombra se disfrutaba la paz y el bienestar próximo al éxtasis que debieron sentir nuestros primeros padres Adán y Eva en el Paraíso.

                La flor del naranjo, de aroma sin par,  era recogida en humildes pero limpísimos paños lavados en el Cañico o en alguna otra de las muchas fuentes que manaban en el río, y una vez seca, guardada en tarros de cristal, en tela limpia o papel, con la que se preparaba la mejor infusión tranquilizante que imaginarse pueda, indicadísima para reponerse del efecto anímico de noticias luctuosas, o sustos de cualquier tipo.

               La recolección de la cosecha o “corte de la naranja” se hacía en pleno invierno si no se había presentado la visita de alguna terrible helada que diera al traste con las expectativas del propietario del huerto, del arriesgado comprador de la cosecha y de los ocasionales jornaleros locales, dependientes en gran medida del éxito de la temporada. Si el clima era más o menos favorable, entonces la cuadrilla de hombres y mujeres, con sus capazos de pleita, alicates de corte, algún perigallo y cajas de madera, daba cuenta de la producción frutal cítrica durante los días, semanas o meses que durara la campaña, iniciando la jornada en las mañanas casi siempre con rocío,  si no escarcha, tras un rato de espera a que el sol disipara algo el efecto del frío sobre la humedad reinante en los agrillos del huerto.

             Esos mismos naranjos, en invernales noches de poniente eran lugar de atracción de cazadores provistos de un carburo o linterna, que sorprendían  a los pobres gorriones, verderones, chamaríes o zorzales durmiendo en las ramas exteriores entre las hojas, y que, sin tiempo para reaccionar al efecto deslumbrante del farol, caían atrapados en manos de su captor. Muertos y llevados en un saco, al día siguiente eran desplumados en algún rincón al sol, al resguardo del viento frío que soplaba desde la nevada cumbre de la Tetica de Bacares; luego,  fritos en aceite de la zona eran un bocado prohibido exquisito. La Guardia Civil del “Control”, establecido en el cruce de la Venta del Empalme vigilaba celosamente la captura y el tráfico de estas piezas cobradas con nocturnidad y deslumbramiento.

             Pero las naranjas de Overa tuvieron diferentes usos y destinos. Pues siendo el principal el consumo y comercialización de la jugosa, saludable  y bella fruta madura, los escolares las empleábamos también como pelota de fútbol en los recreos, cuando todavía estaban verdes.  No era fácil dominar aquel  balón, y más de uno arrancó alguna piedra del terreno de juego, en algún saque de esquina, de un puntapié.  Pero no importaba  si el resultado final era favorable. Es decir, si habíamos ganado por doce a cero. Tampoco eran despreciables las naranjas, como proyectiles,  en nuestras guerras primitivas infantiles.  A  fin de cuentas,  dejaban menos huella en el cuerpo del enemigo que las piedras.

              Hubo también una época en la historia del Pago de Overa en la que se compraba y se vendía la “naranjilla”, fruto poco desarrollado que se desprende de forma natural del naranjo cuando éste considera que le sobra; y que,  recogida del suelo,  era envasada  y tratada fuera de la localidad para la producción de algún cosmético o remedio medicinal. Era admirable  ver la multitud de jóvenes recolectores bajo los naranjos en los meses de mayo y junio. Esta actividad era consentida por los dueños de las fincas, al contrario de lo que, tiempo atrás,  había pasado en relación con la hierba que se criaba en los bancales plantados de naranjos.  En ese caso se había perseguido a quien se atrevía a entrar sin permiso en propiedad ajena a coger hierba para alimentar a los cuatro animales domésticos que tuviera (un par de ovejas, conejos, el cerdo, …). El guarda jurado, provisto de un retaco o carabina y una chapa metálica dorada que le acreditaba como autoridad del Pago, vigilaba y se incautaba de la carga de hierba y tal vez de las naranjas que ocultaban las matas en el fondo del capazo. Estos  aguerridos vigilantes eran casi tan temidos por los furtivos como la  “pareja” de la Guardia Civil, famosa por su ejemplaridad y severidad  de la represión del delito,  en cuyas manos se ponía, a veces, al infractor.

                                                                       Salvador Navarro Fernández.



Del gentilicio de Overa





DEL GENTILICIO DE OVERA, EN RELACIÓN CON LOS DE VERA.




     En latin, uber  uberis significa fértil, fecundo, abundante, rico.

       Pero también ubre, pecho, fertilidad del suelo.


   Fertilis ubere campus (“ubere” termina en e por ser adjetivo neutro de dos terminaciones y esta lo es para el neutro “fecundo, rico”) sería “campo fértil por lo rico del suelo”.

    Uber uberis, adjetivo, se emplea como  sustantivo neutro, ubera, que expresa en abstracto la cualidad, o sea, “la fecundidad”.

    Ubera campi*: La ubre del llano, la fertilidad, la riqueza del llano, del campo,  de la campiña. En definitiva, el llano fértil, productivo, el llano con ubre, con poder fecundo.

   Como el neutro ulcus ulceris dio el sustantivo úlcera, uber  uberis dio ubera, que, por evolución fonética, abrió la vocal u y la hizo o; es decir, obera. Del mismo modo que ursus dio oso. La forma gráfica “overa” vendría más tarde.

   Ubera campi i.e. campus pinguis, llano fértil, que, regado con el agua de los múltiples manantiales, cimbras, boqueras, más tarde norias, etc, daría lugar a la aparición, pervivencia y desarrollo de la huerta “uvera”, Overa, fértil llano en suave pendiente con cañadas hasta el río en un clima suave no lejos del mar.

    De modo que poco tendríamos de dependencia en cuanto al gentilicio, de los naturales de Vera; sino sólo  algo en común, pues, a fin de cuentas, también ellos están cerca de nuestro río, en un llano en la ripa, en la riparia o ribaria, ribaira, o ribera (Baria era la actual Vera).

   Y, por lo tanto, seremos más bien overenses u overitanos o, a lo sumo “uberanos” ¿no?



                                                                 ©  Salvador Navarro Fernández








       *Columela. De Re rustica                                                                        

      

ELOGIO DE MI TIERRA





     
                         
                                    Elogio de mi tierra


Overa, la más famosa

Fue de España y sus regiones

En algunas ocasiones

De aquella vida azarosa.

Aquí transitó la gloria

Militar de las legiones

Romanas con Escipiones,

Con Aníbal, tunecinas;

Las de Aragón alfonsinas

De Alfonso el Batallador;

Las árabes de El Mansor,

De Castilla isabelinas

Con Fernando el de Aragón;

De Jeromín “felipinas”

Y de Franco el dictador.

También conoció la fama

Por otras varias razones:

Por lo sutil de la lana

De baladores corderos

Al son del ronco cencerro,

Por su melibea naranja

Y su paisaje solar,

Por ciegas inundaciones

De la lluvia torrencial

De otoño en las estaciones,

Y por ser cruz de caminos

De las comunicaciones

Entre la sierra y el mar

Y distintas poblaciones

Su río seco y capaz,

A la vez, de gran caudal

Y su puente gris de hierro.

 EN HOMENAJE A RODRIGO CARO Y A LA “ODA A LAS RUINAS DE ITÁLICA”; Y DEDICADO A OVERA Y A MIS PAISANOS.                                    

Estos tristes, ¡ay, dolor! que ves ahora

Campos de sequedad, huertos quemados

Fueron un tiempo aldea vital famosa.

Aquí, de Cipión el Africano

Calzada fue de ruta montuosa.

 Itinerario de la Vía Hercúlea que pasaba por “Hércula-Overa” (desde ADARAS a SAETABI –¿de Adra a Játiva?) seguido por Balbo de Gades cuando fue a visitar a Tito Livio, y que fue hallado en los baños de Vicarello a 30 Km de Roma.



 
                    
                   
           Cumbre del Cabezo de la Jara, en los confines de Huércal-Overa, supuesta tumba de Escipión el Africano   


                             Busto de Cneo Escipión, tío de Escipión el Africano

 Yace el honor, bajo una larga espera,

Y es hoy reliquia solamente

De aquellos días lejanos en Overa

La hazaña  gloriosa de su gente.

Zozobra el barco en mar tempestuosa

Gime la tierra y llora sin consuelo

Reza, sufre,  impreca y desespera

Mira y niega la imagen monstruosa

De abandono y desprecio de su suelo

Que a tantos dio alimento generosa

A la orilla del río, en su ribera

Cuando  quiso echar Dios, agua del cielo

En el temido otoño o primavera

En noche de relámpagos y truenos
O  tarde veraniega tormentosa,

Que exclamar motivara de los buenos:

¡Válgame Dios! ¡Qué lluvia tan severa!

 Santa Bárbara venga a socorrerte

Si andas en descampado y a tu suerte

Y  sale y estás cerca, el río de Overa.

Atiende el ronco son de caracolas

Que avisan del peligro, de la muerte

Que traen las tumultuosas, turbias olas

                  

                                         Riada en el Almanzora.

 Del río que viene rudo a cualquier hora

Y  mueve gruesas piedras y a la gente

Que feliz a su orilla vive y mora,

Arrastra sin piedad, terriblemente

Y tumba enorme mole tan ingente

De una tarde de lluvia en una hora

Como aquel nuestro extraordinario puente

De hierro fabricado firmemente

De barandillas que al vibrar sonoras

Cantaban su canción rítmicamente.

Te enfrentas a un gigante impenitente,

Un cíclope sin alma que elabora

Tragedias en silencio, indiferente

Al tránsito del tiempo, eternamente:

El formidable, rústico  Almanzora.

De los sus ricos huertos solamente

Despojos quedan pobres, lamentables.

Vestigios de anteriores admirables

 Que apenas ya se ven difícilmente,

Riquezas que se dice inalcanzables.

 Aquellos frescos baños veraniegos

Que el calor nos quitaron en la infancia

Al tiempo que alegraron nuestros juegos

Bajo chopos de sombra en abundancia

Al arrullo del agua en sus cantares

Y a la caza de ranas musculares

No volverán en estos tiempos ciegos.

 Las aguas de cristal primaverales

Que del río manaban regaladas

Hoy no son más que infectos albañales

Y lagunas  de hedor no depuradas.

Rincones de floresta ornamental

Ruina son de ellos tan sólo ahora

 Y toda aquella fronda vegetal

Recuerdo amargo es de bella flora.

Álamos que crecían en muchedumbre,

Cañares que formaban selva umbrosa

En el río que nos dio la vida hermosa

Hoy son sólo nostalgia y pesadumbre,

Y de todo queda una sola cosa:

Abandono, residuo y podredumbre.

Esfuerzo es necesario y voluntad

De recuperación de aquella era

De riqueza y de hermosura tanta.

Desde La Concepción hasta La Santa,

Y desde san Miguel a Los Navarros

Desde La Sierrecica hasta El Pilar

Y de Los Menas hasta Santa Bárbara

Con un sólo afán, de igual manera,

Sin excluir ningún rincón de Overa,

 Seamos de la esfera toda asombro

Piedras de sillería sean los  guijarros

Renazca el ave fénix del escombro

Y volvamos a revitalizar

La imagen de nuestra localidad

Trabajando en común, hombro con hombro.

 Aquí  tuvo su cuna un legendario

Nunca envidioso pueblo, sí envidiado

Que al resto del planeta trasladó

Como de  Itaca  Ulises añorado

Amores de la tierra que dejó

Y emigró a país o continente

De clima y lengua ambos desconocidos

Hizo trabajos mal retribuídos

Pisó una tierra,  gélida o ardiente

Y nunca del esfuerzo se quejó

Ni añoró una fortuna sonriente.

Mas, si acaso alguna vez la suerte

Fue buena con él, le fue propicia

Ahorró con profusión, sin avaricia;

Del país de acogida se alejó

Y volvió al calor de la familia.



                                               Emigrantes

De Cesaraugusta hasta Urci llegó

Tres meses a lomos de brioso corcel

 Guerreando con moros sin darles cuartel

Aquel belicoso rey campeador

Señor de Navarra y de Aragón

Que mandó en Zaragoza, aunque no en Teruel

 Alfonso Primero el Batallador.


 Combatió en otoño desde San Miguel

Que en septiembre empieza, a final de mes

Pensando en Granada una y otra vez.



                                                                             Castillo de Overa en Santa Bárbara.

“En Nadal alcázar de Overa avistó”

Y siguió la ruta del río Almanzor

Luego que de viandas se aprovisionó

Pues  ya era esta tierra un rico vergel.


Alfonso I El Batallador y sus huestes llegaron, a través de los pasos de Játiva y Peña Cadiella, a Murcia y al Valle del Almanzora, por el que accedieron a Baza y a Granada.


En el anno de Nuestro Sennor de M CXXV, plegó sus gentes et con él don Gastón de Bearne, don Pedro vispe de Caragoça, don Esthevan vispo de Jacca; en el mes de octobre entraron en la tierra de los moros, tallando et destruyendo plegoron a Valencia; et depués passaron Xucar et talloron Dennya, depués passoron Murcia, depués fueron a d'Almeria, que la clamavan en aquel tiempo Urcia, et a la raiz de una sierra et montanna fincaron sus tiendas, et en el lugar que dizen Alcaçar tenieron la Nadal con gran goyo et abastamiento de viandas. Enpués esto fueron a Granada et, talando et destruyendo, depués cercó Cordova; y el rey sennor de todos los reyes moros d'Espanna con todo su poder ixió a dar batalla en el lugar que yes dito Azinçol et fueron vencidos los moros, et fue y el rey de Córdova et morieron grandes gentes de moros que no y havía conta.
—Crónica de San Juan de la Peña en aragonés
 
         Crónica de San Juan de la Peña
[versión aragonesa]

Juan de Barbastro (trad.)          




En el siglo doce se enseñoreó

De tierras de moros, y poco faltó

Para adelantarse a su sucesor

Fernando Segundo aquél de Aragón

Quien con la Católica reina Isabel, 

 Como antes otros, Overa pisó

 Y luego Real Sitio en Antas montó

 Y con bravas huestes villa conquistó

Que llamaban Baria - aún Vera, no-

Antes que Granada se viera también

 Libre del gobierno del Islam feroz.


                                                   Don Juan de Austria, temido militar, hermanastro de Felipe II

 Con la sublevación de los moriscos

Llegó don Juan de Austria hasta Zurgena,

Y cordero de Overa en los apriscos

Daría a su hueste una noche buena

Admiró las fontanas fluviales

Contempló los espléndidos trigales

Saboreó negras moras de zarzales

Y aspiró los aromas naturales.



                                  Bandera anarquista de la época republicana

 Aquí una vez prendió el colectivismo

De buena voluntad, de la anarquía

Seria, bien observada, y del civismo;

Aunque duró poco su hegemonía.

Fue arrancada de raíz por el franquismo

Y no quedó más que melancolía

De aquella ingenuidad e idealismo.


                     Escudo español de la época de los Reyes Católicos, y vigente en la de Franco.


Luego fue el nacionalcatolicismo

El que recuperó  la primacía;

Y esta vez, como ejemplo de amiguismo,

A su jefe ofreció una dama pía

Alojamiento en su cortijo mismo:

El más rico de todos los que había.

Allí descansó Franco un solo día

Como jefe de Estado -era su oficio

Y el de mandar en plena autonomía-,

Con toda su milicia y policía,

Atendido en desvelo de servicio

Por algún gobernante en pedanía

De la localidad, fuera de quicio.

Aquel Marte, fugaz pasó en Overa

Sólo el tiempo de oír pavos reales

Graznar allá entre los naranjales

Pero no admiración pura y sincera

Aunque sí miedo y paz reverenciales

Como en los cementerios funerales.
                       

     

                       El “Guernica”, de Picasso, símbolo de la reconciliación, y advertencia.                                    

 Aquellos claroscuros ya pasaron;

Desapareció el vertical sindicalismo

Nuestras desavenencias se olvidaron

Y se esfumó el oscuro pesimismo.

¡Pero cuánto de aquello se perdió…!

¡Cómo llegó la era decadente…!

¿Dónde se fue la luz de aquella gente

Abnegada, feliz que aquí vivió?

¿Volverá aún a brillar incandescente

El saber popular de mis paisanos

 El hacer delicado de artesanos

La ocurrencia ingeniosa, el fruto sano

De la frase  graciosa e inocente,

Del arte primorosa de sus manos…?

Dice el refrán que el palo se parece

 A la astilla que de él se haya sacado;

 O dicho de otro modo, que la astilla

Es según la madera  de que viene.

 Deseo que el refrán vuelva a ser cierto

Y que sea aplicable en nuestro caso;

Que emprendamos quehaceres con acierto

Y cuando no lleguemos a buen puerto

 Sepamos desprendernos del fracaso

Como supieron sortear dificultades

Los que nos precedieron en edades

Antiguas, nuestros antepasados.

Generaciones nuevas llegarán

Que  la nuestra a sus hijos como ejemplo

De honrada estirpe y modelo a un tiempo

Ufanos y orgullosos propondrán

Deseosos de que sean hombres cabales

Y prudentes mujeres principales.

Esta tierra les agradecerá

 La buena fama que ellos sepan darle

Y en su seno amorosa acogerá

Al  que, naciendo, vino a saludarle.
                                                
                                ©     Salvador Navarro Fernández