miércoles, 29 de octubre de 2014





    NUESTROS CAMINOS* DE OVERA,
    SON CALLES Y CARRETERAS.


  
           Yo voy soñando caminos
           De la tarde. ¡Las colinas
           Doradas, los verdes pinos,
           Las polvorientas encinas!...
           ¿Adónde el camino irá?
Antonio Machado.

                    …………………………………………..


                       Caminos de tierra seca
                       Una y otra vez andados
                       Hacia aquella Noria Vieja
                       Con los cántaros a un lado
                       Y otro de burra lenta
                       Sobre ella bien montados
                       Cada uno en su aguadera,
                       O con haces apretados
                        De recién cortada hierba
                        Bajo los huertos segados,
                        De alfalfa, o trigo, cibera,
                        En la grupa bien atados,
                        Al fresco son de la acequia
                         Que pasaba suspirando
                        Mientras nuestra burra experta,
                        En el tórrido verano
                         En busca de sombra fresca
                         Me llevaba cabalgando
                         Agachada la cabeza.
                         ¡Caminos de nuestra tierra!
                        No fuisteis festoneados
                        Como largas alamedas
                        De árboles centenarios,
                        De olmos, chopos o nogueras
                        Pero ofrecisteis, a cambio,
                        Sombra de vuestras higueras
                        Y regalásteis lanzando

                        Maduros de las palmeras
                        Dátiles que iban sonando
                        En el suelo como piedras.
                       Adiós, caminos de antaño
                       Ahora hechos carreteras
                       Que me llevaron a tantos
                       Lugares de nuestra aldea
                       Lo mismo en días de trabajo
                       Que en los que fueron de fiesta;
                       Con el sudor del verano
                       O con la ropa más nueva.

          Salvador Navarro

        El tiempo transcurría a un ritmo natural: Cada día tenía un tramo de luz solar que ocupaba la jornada laboral normal fuera del domicilio: “De sol, a sol”. Y un tiempo de estancia en la casa, que no había de ser forzosamente de descanso, porque siempre había algo que hacer hasta la hora de comer o de dormir. Unas veces era cuidar los animales de la propia casa “echándoles de comer”, otras, ocuparse en faenas como el desgranado de panizo,  desperfollar, el cuidado o aliño de la matanza, o la implantación de remiendos en la ropa desgastada por el uso en el trabajo, el lavado, o la preparación de la comida del día siguiente, tareas comúnmente realizadas por las mujeres; o asistir a clases particulares con el maestro ambulante de turno (el más habitual era Bartolomé “el de las rentas” ‘¿Cuántos hectólitros de vino caben en un depósito…’), cosa reservada a los muchachos, los varones, que habían empleado el día en distintas ocupaciones como jornaleros, y querían aprender “las cuatro reglas”.
         Pero el tiempo también se medía en distancias. Quiero decir, que se apreciaba lo que se tardaba en ir de un punto a otro de nuestra extensa localidad de población diseminada, por lo largo o corto que pareciera el camino que, normalmente se recorría a pie, o, como máximo, en burra o mula. Los caminos fueron unidades de medida del tiempo en mi tierra en aquella época. Y recorrer aquellos caminos era algo más que andar. Era empaparse de los aromas del campo, de los múltiples sonidos de los animales libres o en cautividad, del canto de las aves en la mañana temprano o al atardecer, del cri-cri de los grillos en las noches de verano, del paisaje cambiando constantemente a lo largo del día según la luz solar, del rumor del agua de las acequias o del río, con todo lo cual, el tiempo en ellos se adensaba, no acababa, lo inundaba todo hasta que llegábamos al punto de destino. Pero fueron bastante más que eso. Nuestros caminos eran también lugar de cruce diario y de intercambio de estados de ánimo, de situaciones familiares, de planes para el futuro o kiosco con gaceta de noticias, buenas o luctuosas, entre la gente del lugar. En los caminos de Overa se guardan como en un archivo sin legajos, miles  de conversaciones de jóvenes, de  personas mayores, de juegos de niños; de saludos diarios y despedidas,  de “hastaluegos”, de “adiós” y “anda con Dios”, que ahora apenas se han convertido en un repetido golpe de claxon del conductor del coche pasando a mayor velocidad de la aconsejable, si es que te reconoce y decide saludarte.
     Fueron el lugar de tránsito de los ganados que iban, conducidos por pastores de fuera, protegidas las piernas con unas calzas especiales y unas abarcas sólidamente construidas, con destino al mercado de ganado de Huércal, procedentes de la  zona de Lubrín, Uleila o Sorbas, levantando una enorme polvareda cuando no había llovido, que era casi siempre.  

     El Camino Real cruzaba el río por el “Paraor”, atravesando La Concepción, o La Ermita, que es lo mismo, viniendo desde Lubrín, y por eso se llama también así, “de Lubrín”; transcurría por la “Cañá El Santo” y el barrio del Pilar, en dirección a Huércal, ya por los barrancos, hasta llegar a la Ermitica que hubo en el pequeño puerto o paso de la Cuesta Alta. De nuevo allí tornaba a la vereda montuosa encaminándose al pueblo por la zona donde estuvo tradicionalmente instalado el Mercado del Ganado.
     El camino del Carril enlazaba uno y otro lado del río: “Aquel Lao” y “Este Lao” -pero nunca se dijo “Este Lao”. Sí se dijo “la gente La Ermita” o “la gente Aquel Lao”-. Y discurría este camino entre huertos de naranjos, que era el frutal de Overa, uniendo La Ermita con Los Menas, aparte de dar acceso al Pago de Los Menas.
     De aquel camino verde que iba a la ermita, la cimbra se ha secado, las rojas amapolas están marchitas y realmente lloran de pena las margaritas y trigueras, que adornaban sus orillas.
    El camino de Santa Bárbara, hoy anulado por obra y gracia de quienes diseñaron la autovía A7 o del Mediterráneo, y que no supimos reivindicar a tiempo los vecinos, unía Santa Bárbara con El Pilar y con el Pago o huerta, enlazando con el camino de Lubrín, a la altura de Las Delicias, cortijo bordeado de granados “agrijierros”, o sea, con granadas agrias a más no poder (con sabor de agua ferruginosa), que servían de valla disuasora de visitas no permitidas por el dueño del huerto que protegían.
    En la “Cañá El Santo”, el camino de Lubrín conectaba con el de las Veintunas, que llevaba al barrio de Los Menas, ahora convertido en paseo o avenida peatonal y de carreras, a la vez, aunque suene extraño.
    La cuesta de Los Martínez en el camino de Los Navarros y la era del mismo nombre primero, arrancaba en Los Menas y llevaba hasta Los Navarros dicho.
    Los caminos transversales o cercanos a los mencionados,  tenían denominaciones por tramos de proximidad a dueños de fincas rústicas o urbanas reconocibles, o puntos fundamentales en la vida cotidiana local, como el camino del horno, el de la Venta, el del cementerio, el del Cañico, el de doña María, el de Miguel Giménez – antes, “de Pepe”-, el del Barrio, etc.
    El camino de Chupí, el de La Santa o Inmaculada o Virgen del Río, y el de la Sierrecica, eran ya especiales y su trazado apenas tocaba los núcleos urbanos, sino que discurría por los aledaños de nuestra localidad, incluso por el río, prácticamente todo, como en el caso del de La Santa, pasando por el molino de Jorge, o por la Pajarilla, yendo hacia la Sierrecica, por las veredas entre tomillos, “carramoños”, “bojalagas”, albaidas, atochas y alguna que otra ruda, o las escasas y amargas tueras.

           “Caminito que el tiempo ha borrado,
           que, juntos, un día nos viste pasar;
            he venido por última vez,
            he venido a contarte mi mal”.
                                         Gabino Coria
                            ………………………………

         *Sobre la palabra “camino” dice el diccionario de la Real Academia que viene del celtolatin camminus.
    En latin “caminus” es chimenea.
     Yo hago esta reflexión lingüística:
 "Cheminer" es caminar  (además de "marcher"), en francés.
 "Chemin" es camino, en francés.
           Cuando todavía no había vehículos rápidos como ahora, ni los caminos y carreteras estaban tan bien trazados, los caminantes se orientaban, para dirigirse de una ciudad a otra, por las viviendas que hubiera cerca del camino, entre otras razones, por si necesitaban ser socorridos en algo. Las viviendas habitualmente se distinguían a distancia, por el humo que salía de aquellos cañones apuntados hacia el cielo que eran las que acabarían llamándose cheminées (chimeneas), porque indicaban de algún modo el chemin, el camino, cercano a los hogares, que podían prestar socorro, en caso necesario, a los caminantes.
   “Cama”, en catalán es pierna.
  “Caminar” es, en castellano, mover las piernas para desplazarse sobre el suelo, con los pies.

  “Caminante” es el que va andando por el camino.
  “Camión” y “camioneta”, son vehículos que van por el “camino”
          “Camino” está más próximo a “cama” –pierna- que a otra cosa.
           Y “cama” debió de existir antes que “camino”
          Acerca de la palabra “calle” dice el Diccionario de la Real Academia: Del latin callis, senda, camino. Y caliga es calzado del soldado romano, como Calígula sería “sandalilla”.
    Calleja y Calella serían “callecilla”, en castellano y en catalán, respectivamente.
    Por otra parte, “cal” en latin es calx calcis. “Calzar” es protegerse los pies para caminar.
   Calzada es calle (o camino) preparada (a veces con cal en los muros que la refuerzan) para caminar por ella andando o con carruajes, carros, y carretas, y de este último término vendría “carretera”, que es “calle” para el tránsito de carretas.
   Así, los caminos se han hecho hoy carreteras, para que circulen las más modernas carretas: los cómodos, rápidos, confortables, soberbios y peligrosos coches.

                                              ………………….


                           ORACIÓN A SANTA BÁRBARA


Santa Bárbara, patrona
de tormentas y mineros
libra a esta aldea,  protectora,
de  las iras de los cielos.
Siempre fuiste defensora
de tus fieles; los que fueron
como a madre bondadosa,
a pedirte que en tu seno
los acogieras mimosa,
resguardados de los truenos,
y de rayos, victoriosa.
El peñón nos trajo en sueños 
a  tu iglesia, triunfadora
que salvó de males fieros
de lluvia amenazadora
 de riadas grandes, pequeños
barrancos de tierra roja,
de barros sucios, de cienos,
de gotas frías que destrozan
huertas y campos, sin freno,
torrenciales aguas locas,
blandas, finas, en invierno,
en verano turbulentas
que de par en par abrieron
en pavorosas tormentas
el azul puro del cielo.

Sólo una vez te dejaste,
nadie sabe la razón,
vencer por aquel desastre,
por aquel diluvio atroz,
que de aquella obra de arte
a los de Overa privó:
Puente de hierro, estandarte
que el río nos arrebató
y enterró en alguna parte.
¡Por él llora el corazón!
Santa Bárbara ¿qué hiciste?
¿dónde fue tu protección?
¿por qué así nos olvidaste?
¿no merecíamos tu amor?
Si fue así, bien te cobraste
la deuda, de tu deudor,
pues de Overa era la parte,
el puente aquel, la mayor;
era la más destacable,
la que lucía mejor,
frente a tu iglesia, admirable,
como en el mundo no hay dos,
y ahora es irrecuperable;
hoy son ruinas al sol
los ojos del puente, amable
paseo sobre el río Almanzor
que amenizaba las tardes
del verano en la calor;
y ni la poza “don Jaime”
ni el Cañico bebedor
tienen ya agua que nos sacie
nuestra sed con su frescor.
 Flumen Superbo entrañable,
que, de nombres, tienes dos,
río nuestro, río padre,
río de nuestra ilusión:
río seco, Dios te salve
de algún desastre mayor:
Del olvido de los hombres
carentes de corazón,
de amor a la tierra ausentes,
que andan persiguiendo al sol
en las noches de relente.




                                                                                     Salvador Navarro Fernández




martes, 21 de octubre de 2014



                              LOS GUIÑAPEROS*.


     Eran tiempos de trueque. El dinero circulante escaseaba  absolutamente. Se cambiaban cosas por cosas. No es que el ahorro fuera el motivo. No. Es que no había, apenas, monedas; ni mucho menos, billetes, disponibles para el escaso comercio local. Circulaban, si acaso, las “perras gordas”, o sea, los diez céntimos de peseta, y los cinco céntimos o perrillas, que juntas, alcanzando los veinticinco céntimos, hacían el célebre real del ramito de violetas cantado por Sarita Montiel y antes por Olga Guillot.  Y estaban hechas de aluminio, creo que sólo de ese metal. Su ley no llegaba al bronce de las monedas antiguas –pues no lo permitía la economía de postguerra- y, aunque habían superado al humilde cobre, tampoco lo mejoraban demasiado en kilates. Algún tiempo después llegó la revolucionaria moneda de dos reales con un orificio central que sirvió más tarde para ensartarlos en un alambre en los bares, en aleación más consistente que aquel aluminio mate de la perra gorda. Hacía unos años, pocos, que se había acuñado “la rubia”, en 1947, la peseta de latón, con la efigie de Franco basada en un retrato que le hizo Mariano Benlliure y después en otro de Juan de Ávalos. Pero aquella rubia no llegaba a los bolsillos de mis paisanos fácilmente. Y las que llegaban estaban previamente “gastadas”, destinadas en la mayoría de los casos, al pago de las “trampas” pendientes, en la tienda donde hubieras pedido “fiao” lo necesario para comer, días o semanas antes de que le pagaran al marido o a los hijos los jornales echados en la cava de los huertos de los principales propietarios de tierras de Overa, o en otras faenas. Algo parecido pasaba con los billetes, de los cuales conocíamos el de una peseta, representando al marqués de Santa Cruz engolado, emitido por la Fábrica Nacional de Moneda y  Timbre con la leyenda “Banco de España, Una peseta de curso legal”, con un reverso dedicado a una galera o velero, todo en color marrón-burdeos, o la que portaba en el anverso el escudo nacional y la leyenda “El Banco de España pagará al portador Una peseta”, con la efigie de un Don Quijote en el reverso; y alguna vez vimos los de cinco, o sea, los duros, no tan famosos como los que tanto en Cádiz dieron qué hablar, pero casi.
      Esta escasez de moneda, impulsaba el intercambio directo de mercancías. Por ejemplo, media docena o una docena de huevos puestos por las cuatro gallinas criadas en la calle y cuya alimentación apenas costaba nada, podían servirte para conseguir el bacalao para las habas, la media libra de aceite para la comida de guiso o frito, o el medio kilo de arroz necesario, básico cereal en la dieta de la época. Ese intercambio era frecuente en la tienda del barrio.  Pero donde alcanzaba un uso  sistemático era en las ocasiones en que aparecía por los caminos pedregosos la figura del guiñapero, personaje pintoresco visto desde los ojos de hoy, inimaginable ahora, pero muy real en los años cincuenta en mi vecindario. El que nos visitaba a nosotros habitualmente era “Juan, el guiñapero*” o “el quincallero”, un buhonero llamado en otros lugares, trapero o incluso “cosario”, posiblemente aludiendo a la gran cantidad y variedad de cosas útiles para los quehaceres domésticos comunes, que vendía o cambiaba.
      Llegaba cada dos o tres meses desde el pueblo vecino de Huércal, andando los seis o siete kilómetros que separaban ambas localidades según el camino que utilizaras, cargado con una cesta de mimbre al brazo, repleta de objetos heterogéneos: los molinillos de viento o remolinos, girando mientras nuestro personaje se movía andando con aquel vaivén propio de las personas que padecen alguna alteración en la columna o en la cadera, recogiendo todos los tonos del arco iris, y que eran las delicias de los chiquillos, por lo vistoso de su forma y color,  y su gracia al moverse circularmente creando aquel atractivo encanto de lo que  gira, especialmente si no ves la “mano” que lo mueve;  espejos rectangulares, siempre iguales, con un soporte posterior de alambre para que adquirieran estabilidad y posibilidad de ser colgados de una púa o clavo en la pared, útiles y constantes en el afeitado, con una humilde tabla de madera reforzando el cristal del espejo, siempre pintada de amarillo, con unos ángulos de pletina plateada en las cuatro esquinas para evitar el desplazamiento del cristal y proteger al usuario de posibles cortes al cogerlo; los “bartolicos”, muñecos articulados en piezas de cartón decorado con dibujos graciosos, como sujetos a una barra o cucaña y provistos de un hilo o cordel que les hacía subir y bajar a lo largo de aquella “pértiga” de junco, muy gimnásticamente, como trepando por el palo y que nos dejaban a los pequeños embobados; unos “pitos-clarinete” o silbatos de dos o tres notas, torneados en madera barata, pero pintados y acabados de manera artística para hacer felices a los infantes y mortificar a algún mayor cercano; “mixtos tostoneros” consistentes en unas tiras de papel impregnadas de pequeñas cantidades de masa explosiva aunque  controlada que, frotándolos contra la pared creaban un ruido atronador y despedían un fuerte olor a azufre o a pólvora, que sería el componente principal de aquel entretenimiento infantil, aunque también debería de llevar fósforo, por lo brillante y visible de su huella, en la oscuridad; agujas de distintos tamaños y anchura de ojo, pinchadas en serie en tiras de papel blanco (“¿Qué llevan los quincalleros? ¡Abujas! ¡Como veas, que clujas!”-decíamos al iniciar el juego de la “gallinica” ciega), igual que los alfileres de todos los colores, con aquellas cabezas tan perfectas, lisas y agradables al tacto que después las mujeres, al hacer aquel dificilísimo y artístico encaje de bolillo manipulaban con tanta destreza y maestría; alguna pastilla de jabón de olor; bobinas de hilo para coser, envueltas en un canuto de papel poco consistente; globos de mil colores que atraían la atención de todo el mundo al inflarlos  y otro tanto al explotar con la inevitable tristeza y susto del niño dueño de aquella esfera de aire presa en una funda de goma sutil; cohetes minúsculos sujetos a una varilla de junco seco, listos para mandar a la luna y que acababan su trayectoria a escasos metros de su base de lanzamiento (¡Si nos hubiera visto Von Braun, que estaría entonces ya a punto de ser empleado de la NASA…!); petardos que “petaban” explotaban con enorme estruendo; barajas españolas, pues hasta entonces no se habían introducido las que se usaban en Las Vegas ni nosotros sabíamos de la existencia de  más  vega que el Pago de nuestras batallas con las frutas y los árboles de nuestra tierra; ranas de chapa metálica para dar la castaña a los mayores y ser reprendidos por ello; mechas de algodón recubiertas de polícromos hilos para yesquero y piedras para el mismo artilugio encendedor de “lumbre” para los cigarros liados. Pelotas de badana rellenas de serrín, cosidas a mano y sujetas con una larga goma elástica para atar al dedo corazón y lanzarla y recogerla alternativamente, que las niñas manejaban con envidiable maestría. Y otras tantas cosas similares, de utilidad o entretenimiento de la chiquillería, dificilísimas de conseguir con los escasos medios económicos que teníamos para consumir tan codiciadas  mercancías. Toda aquella quincallería envuelta en un aroma especial desprendido por los vapores de barniz, pintura, pólvora y jabón.  Pero  ¿dónde había entonces un supermercado-ferreteria-mercería (de  “merc-ado”) a domicilio más práctico y cómodo?  Y, lo más importante: ¿dónde se podía conseguir el medio de pago de aquellos objetos de consumo?
         Pues había dos fuentes de recursos: el dinero, del que no se disponía en general, y el intercambio de objetos de “valor”. Dichos objetos de cambio solían hallarse entre lo más olvidado de la casa. Y consistían en ropa vieja si la había, restos metálicos de lo que fuera, hierros viejos y oxidados, suelas de goma de alpargatas usadas y de imposible arreglo (“apargates” en nuestra particular forma lingüística), y cualquier resto de utensilio metálico o prenda de vestir, inservible incluso para hacer con ella tiras de jarapa. Todo ello era empleado en el trueque entre el comerciante y el cliente atendido a domicilio, con la mayor comodidad del mundo para el último, porque el agente de la operación de intercambio, el trapero, después de embolsar todos aquellos inútiles trastos que habían sido moneda de cambio en un saco y una vez desmantelada la cesta de mimbre de tantos adminículos y fruslerías como había transportado, volvía de nuevo andando otros seis o siete kilómetros hasta su casa, probablemente con muy pocas reservas de energía en su cuerpo, pues yo creo que durante aquella triste jornada trabajo, comía, el pobre, bien poca cosa.
       Años después, este abnegado emprendedor buscavidas se instalaba a la puerta  del cine, el Ideal Cinema en  Huércal, las tardes de proyección,  con un puesto de chucherías, garbanzos “torraos”, cacahuetes, pipas, caramelos con forma de martillo y cigarrillos sueltos de tabaco; y, al parecer, mejoró su situación económica y laboral. De lo que no me cabe duda es de  que fue una persona respetable, muy trabajadora y sencilla, de las que se merecen un monumento más que otras a las que se les erigen, en ocasiones.
    



                                                                             Salvador Navarro Fernández.




*Guiñapero, en el sureste de España, es la persona que se ganaba  la vida recogiendo, cambiando por otras cosas o  comprando, trapos viejos, “guiñapos”, y otras cosas.  

lunes, 13 de octubre de 2014



A la Virgen Inmaculada, patrona de La Ermita


Llena de gracia, María,
Purísima Concepción,
Escúchanos, en tu día,
Y venga a nos tu bendición,
Da a estos devotos la guía,
De buenos de corazón
En  esta terrenal vía.
Recibe nuestra oración
Humilde, sencilla y pía,
Pedida  con devoción;
Intercede por nosotros
Ante el poder del Señor,
Para que no estemos solos
Olvidados, sin amor;
Ni de soberbios, mirados
Con menosprecio o rencor;
De envidiosos, envidiados,
Ni  creadores de temor
Por  alguien considerados.
Haznos piadosos, Señora,
Con los humildes y honrados
Y con los necesitados
Haznos pródigos sin hora
Para poder ayudarlos.
Virgen Santa , de Murillo,
Excelsa Madre de Dios,
Protégenos del peligro
Del río o de algo peor
Que pueda sobrevenirnos
Y quiérenos con amor
Propio de madre a sus hijos,
Como  -¡con tanto dolor!-
Quisiste a Dios, Jesucristo.


                                   ©  Salvador Navarro Fernández


DE CÓMO INTERPRETÁBAMOS EL LATIN Y EL CASTELLANO CULTO ALGUNOS HABITANTES DE MI ALDEA, A TRAVÉS DE LOS RITOS RELIGIOSOS.


     Cuando llegaba el mes de las flores, en Mayo, nos convocaban para hacer un extraño y curioso viaje, que no nos alejaba mucho de nuestras casas. Unos más y otros menos, sabíamos que había que ir a un sitio, todos juntos con ramilletes y guirnaldas de flores, en especial rosas blancas, rojas o amarillas, porque así lo decía el cántico mariano: “Venid y vamos todos, con flores a porfía”. Desconocíamos dónde se encontraba “Porfía”, pero no cabía duda de que allí había que ir;  y en el siguiente verso del cántico, se precisaba que  “con flores a María”, repetido , “que madre nuestra es”. ¡Y a una madre había que obsequiarla con lo mejor que uno pudiera…! Eso estaba claro.
    En la oración del Padrenuestro, al llegar a “venga a nosotros tu reino” entendíamos que de algo bueno se trataba, pues todo un reino, para nosotros, no podía ser  perjudicial. Cuando se iniciaba la segunda parte, no entendíamos muy bien qué decíamos con aquello de  “danos de hoy”, por “dánosle hoy”, porque ese leísmo con pronombre enclítico era demasiado fino para nosotros, los  iletrados. Pero, bueno, enunciábamos la oración, y nos quedábamos tan santos, o tan panchos. En realidad, sonaba a “danos algo de comer”, que buena falta teníamos.
    No estoy seguro tampoco de que supiéramos qué sentido tenía “perdonar las deudas así como nosotros perdonábamos a nuestros deudores”, ya que sabíamos lo que era “tener trampas”, pero no, deudas. Ya, lo de “no dejarnos caer en la tentación”, tal vez sí, aproximadamente, pues, por poco que se reflexionara, caerse no era recomendable.  Después, según Billy Wilder en 1955, la tentación se trasladó al piso de arriba, con Marilyn Monroe, y llegaron a ser más fáciles de entender algunas tentaciones de pecar.
    Al recitar la letanía, teníamos claro que la respuesta a cada invocación a la Virgen (dudo de que supiéramos que Virgo era Virgen), había que decir  “Ahora, a por Nobis”. Ni sabíamos quién era aquel Nobis, ni por qué había que ir a buscarlo. Tiempo después, alguien aclaró, o vimos escrito “ora pro nobis”, pero seguimos sin entender su significado hasta que, tras el Concilio Vaticano II, tradujeron el latin al castellano y ya dijimos “reza por nosotros”. Pero no era igual, había perdido el misterio y el encanto de la musicalidad.
    La Torre de David (turris davídica), Regina angelorum (Reina de los ángeles), Refugium pecatorum (refugio de los pecadores), Virgo potens (Virgen influyente, poderosa), Turris ebúrnea (torre de marfil) y otras muchas virtudes y cualidades,  aplicadas a María por quien dirigía la letanía, eran coralmente acompañadas con aquel rotundo y plenamente en serio formulado “ahora a por nobis” o “ahora por nobis”, que podía haber significado en aquel peculiar lenguaje nuestro algo así como “hoy, por mí; mañana, por ti”.
    Debía de ser en la procesión del Corpus Cristi cuando yo he oído, tras el “Perdona a tu pueblo, Señor”, un trabalenguas similar a esto: “Nuestre setrenamente ennojadddo”, haciendo énfasis en la sílaba  “ –do”, aunque pocas veces mis paisanos pronunciaran así el final de estos participios (decíamos, normalmente, “ennojao”).  El “no estés eternamente enojado” era dicho por los más instruídos. Pero todos éramos muy devotos y circunspectos.
    No teníamos ni idea de lo que decíamos en latin, hasta que nos aclararó las cosas, pasándolas al castellano, Juan XXIII.
    De todas formas, tenía más atractivo, era más sugerente y misteriosa  –que, a fin de cuentas, a misterio se reduce- la misa, dicha en latin. Porque, además, en ocasiones, sigue siendo incomprensible. Por ejemplo  -aunque también se decía así en latin-: ¿Por qué tradujeron “El señor esté con vosotros; y con tu espíritu” siendo así que decimos “vosotros”, la respuesta lógica sería “y contigo”, no “y con tu espíritu”. “Et cum espíritu tuo” sonaba a música de clarinete o algo así: espiri-tu-tu-ó.
    Desde luego, suena muchísimo mejor  “ Agnus dei,  qui tollis  peccata mundi //miserere nobis” que “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo//ten piedad de nosotros”, dicho en la letanía del rosario.
    ¿Supimos pronto lo que decíamos al llegar al confesionario diciendo  “Ave, María Purísima” (“salud, María purísima”)? Yo creo que nunca, jamás.
    ¿Y con lo de María Inmaculada?  Desconocíamos qué era una mácula, y, por lo tanto, no íbamos a saber qué era algo sin mácula. Luego, tampoco sé si hemos aprendido que Inmaculada significa que no tiene mancha, tacha, pecado o culpa alguna.
    ¿Y cuando nuestras hermanas cantaban a coro, con voz más o menos impostada o en falsete “Salve, Regina, mater misericordiae”? Era la misma salve que luego se rezaba en castellano “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia”, pero no lo parecía, no lo supimos, creo que nunca.
    ¿Y cuando formulábamos aquel juramento de confirmación de ser cristianos “Yo renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus glorias…”? ¿Qué pompas eran aquéllas? No sabíamos que eran lujos, riquezas, vanidades o solemnidades, sino que parecían esferas de jabón líquido multicolores, irisadas.
    En el “Gloria Patri”, al llegar al “in saecula saeculorom”, era inevitable sonreírse, pues algunos pensábamos en una caída de alguien, golpeando el suelo con las posaderas, ¡y tampoco venía a cuento en un rito religioso tan solemne…!
    Con lo del “Sursum corda”, como en la vida normal se aludía a algo muy poderoso  (“¡Eso lo va a hacer el Sunsuncorda!”-se decía), cuando lo pronunciaba el cura para decir “Levantemos el corazón” nos parecía fuera de lugar, vamos, que no pegaba eso del “sunsuncorda” que a nosotros nos sonaba casi a blasfemia. ¡Qué imaginación! Y todo por el simple hecho de no saber latin, ¡qué cosa!
    Nunca supimos, entonces, por qué se llamaba rosario a aquel rezo de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, pero la palabra misma  “misterio” ya nos atraía.  Desconocíamos igualmente que la “Intemerata” era la “pura”, la “sin mancha”, o sea, La Virgen (decíamos: “Le cayó la Intemerata”, para dar idea de que había recibido algo muy grande). Y, además, el rosario de cuentas no parecía tener nada que ver con otra cosa sino consigo mismo: una ristra de bolitas que servían de guía en el rezo. Ya, más tarde, supimos que “rosario” era corona de rosas, de las cuales, las hojas verdes eran los misterios gozosos, las espinas, los dolorosos y las rosas los gloriosos. ¿Y por qué no lo dijeron entonces…? ¿Era tan importante mantenerlo todo con tanto misterio? Se ve que sí.
    En el “Señor mío Jesucristo”, se oía decir: “Señor mío Jesucristo, yo soy hombre verdadero”, o sea, un hombre que decía   la verdad, que no mentía, y, por lo tanto, no pecaba, que era lo que se le pedía.

    En el “Yo, pecador”, del catecismo del Padre Ripalda, hacia la mitad de la Confesión general, se decía “Por tanto ruego” sin una triste coma 
enmedio, y acababa uno entendiendo que aquello que decía era por una buena cantidad de ruegos, cuando, en realidad quería significar que como había pecado, por eso rogaba que le perdonaran. ¡Un verdadero lío, vaya!



                                                         Salvador Navarro Fernández

domingo, 12 de octubre de 2014




EL AÑO QUE JUGAMOS EL MUNDIAL EN WEMBLEY Y FUIMOS LA PRIMERA PROMOCIÓN DE BACHILLERES SUPERIORES EN HUERCAL-OVERA.



       No teníamos tele en color. Mucho menos íbamos a tener teléfono móvil (que empezó llamándose portátil, con toda la lógica del mundo porque no era fijo), que llegó treinta años después de nuestra historia. La televisión ya era un lujo en blanco y negro, y, como todo lo nuevo, llegaba con cuentagotas. Primero, como señuelo, atractivo para captar clientes en el negocio de la “hostelería” de mi tierra: los cuatro bares que había entonces. Como había sucedido en otros momentos, el pionero en esta ocasión fue Guillermo el de la Lola (antes, había montado una bodega con varios toneles enormes de no menos de doscientos litros cada uno de distintos vinos, que junto al anís castellana, el coñac Centenario Terry con su malla dorada, otros de marca común y unos pocos otros licores, daban alegría al pequeño casino-taberna  donde el truco, la brisca, el “subastao” o la siete y media se mezclaban con algún que otro juego inocente para menores como los rascueles o el cinquillo). También se había adelantado a otros empresarios introduciendo aquellas emisiones casi radiofónicas por medio del pick up Philips aquel tan potente de altavoz que se enteraban hasta en Los Navarros de que el baile iba a empezar, cuando oían a Luisa Linares y Los Galindos cantar “Hay quien dice de Jaén”, o a Gloria Laso cantando “Me voy pa´l pueblo”). Pero fallaba la  infraestructura repetidora de señal de televisión. El famoso “poste de Cantoria” era poco potente y la señal débil, interrumpida demasiado frecuentemente o nula. ¡Menudo trajín había que tener con la antena…!
     La mayor ilusión de los jóvenes aficionados al fútbol era ver el partido del domingo, uno sólo a la semana  que se transmitía por la primera cadena de televisión española, la única que se podía ver aquí. La UHF vino años después; en realidad vino tarde, mal y nunca, porque cuando llegó ya se llamó la segunda cadena.
      No conocíamos la televisión en color. Y cuando en 1968  emigré a París y descubrí en el escaparate de una  tienda del ramo de los Campos Elíseos un televisor emitiendo un partido de fútbol como se veía en la realidad, soñé con tener algún día uno. ¡Qué lejos quedaba en el futuro el ADSL en Internet, Facebook, Twiter y demás…! Aquí nos conformaríamos durante unos años más, con añadirle un papel de celofán coloreado pegado a la pantalla del televisor en blanco y negro, e imaginarnos que veíamos las cosas en color.
    No era sólo el fútbol lo que nos entretenía. Comenzaron las series de la industria televisiva americana. Más que ninguna, triunfó la del viernes: “Bonanza”, ahora cómicamente recordada por Chiquito de la Calzada. Y nadie se perdía la gala “Noche del Sábado” con Laura Valenzuela y Joaquín Prats, donde actuaban diversos artistas: músicos puros y cantantes (aunque en esta faceta del arte, triunfaba entre los jóvenes “Escala en HiFi”, casi siempre incluídas actuaciones de doblaje en play back), malabaristas, inocentes payasos y otras atracciones de show. Hasta el teatro clásico español de “Estudio Uno”, que comenzó más tarde, era visto con expectación, aunque no siempre nos enterábamos del argumento o del texto. Los mayores procuraban estar atentos al telediario de aquellos mitos de la comunicación como Matías Prats, David Cubedo o Jesús Álvarez,  hasta el último noticiario con el cierre de la emisión a eso de las doce con el himno nacional y el “gloriosos caídos por Dios y por España”, obligatorio del momento.
       Por entonces, ya contemplábamos con frecuencia en el cielo de Overa (¡casi nada, aquello de que, desde nuestra aldea, se pudieran ver artefactos de la importancia de aquéllos…!) el paso de los primeros satélites artificiales (recuerdo el primer Sputnik puesto en órbita por los rusos y la fortísima impresión que nos producía a mi padre y a mí distinguirlo en el verano de 1957, y el misterio que suponía saber que aquel artilugio permanecería describiendo órbitas alrededor de la Tierra, sin caerse; vamos, como la Luna, ¡nada menos!). Poco tiempo después de esos enormes impulsos tecnológicos dos jóvenes de diecisiete o dieciocho años recorrían  los caminos pedregosos, entre paradas frecuentes de aquella máquina e intentos de arranque, a lomos de una mobylette azul de segunda mano, los cuatro bares que en la época habían instalado la televisión como reclamo de clientes, tratando inútilmente de ver los partidos de fútbol del campeonato mundial celebrado en Inglaterra en 1966, pues la señal que se recibía en la zona era tan mala que los titulares de aquellos establecimientos pasaban el tiempo tratando de sintonizar los aparatos receptores, sin resultado positivo. Lo máximo que conseguían era que se viera algún fragmento del tiempo de juego, de manera fugaz, entrecortado con largas pausas de una especie de niebla o señal borrosa, gracias a lo cual, el espectador, que orientaba a quien manipulaba el aparato desde la parte posterior (“¡Ahora se ve…! Ahora no…”), podía imaginarse el desarrollo del juego entre alguna imagen de Manolo Sanchís con las medias bajadas, la de Franz Beckenbauer regateando juncal y elegante (actitud que no abandonaba ni con el brazo en cabestrillo como le ocurrió después de estos mundiales), o la de Bobby Charlton rematando con su temprana cabeza calva un centro lanzado por John Connelly. Iban del bar de Guillermo al de Juan el “Zurgenero”, o a la Venta;  luego al de Miguel el” Granaero”; o al de Beatriz la “Colorina”,  en “aquel lao”, si en esta parte del río no se veía nada. Todo inútil, a pesar de los esfuerzos de los técnicos. Compensaba el esfuerzo de aquel tour por etapas el sabor de la pipirrana o de la cerveza (no, las cervezas; sino una que, a lo sumo, tomaríamos para hacer gasto y justificar la permanencia en el local y el desgaste de silla). La mayor parte de las veces, ni eso. Bastaban unas pipas o unos garbanzos “torraos” con “arvellanas” (cacahuetes) bien saladas que dejaban la lengua y el interior de los labios erosionados, casi a punto de sangrar. Las cáscaras o vainas de estos “frutos secos” iban a parar,  directamente al suelo y nadie reparaba en ello, pues, a falta de papeleras –que vendrían mucho más tarde y que todavía no se han implantado totalmente-, su destino aquel era el lógico: ¡¿dónde las ibas a echar…?! Pues ¡al suelo…!
        A falta de imagen visual, disfrutábamos de la narración técnico-deportiva de Matías Prats el Viejo, que amenizaba aquella emisión de neblina desde el Reino Unido lejano, con profusión de metáforas y referencias familiares de los jugadores: desde la flecha  asturiana Paco Gento arrancando en la banda, driblando a los oponentes, hasta el punto de córner y haciendo un centro prodigioso para que remataran  el gallego Amancio o el atlético Luis Peiró; hasta el sevillista Luis del Sol, distribuyendo el juego en el centro del campo con mucha seguridad y eficacia.
      En uno de aquellos “locales de ocio” vimos más o menos completa la final en Wembley del campeonato, entre Inglaterra y Alemania Federal; no la otra, la República Democrática, que destacaba en otros deportes, curiosamente menos de equipo, más individuales, a pesar de ser comunista. Y como la relación entre el bloque soviético y los alemanes del oeste no era la ideal en esta época de guerra fría, pues se entiende que en la situación creada con motivo de un disparo a meta hecho por los ingleses y que tras dar en el larguero tocó en la línea de gol comprobándose posteriormente  que no había entrado el balón, y, consultado el linier de nacionalidad rusa si había entrado o no, dijo levantando la cabeza con un gesto soberbio y rotundo “Sí, ha entrado”, y claro, esto, dicho a escasos minutos del final facilitó la victoria por cuatro a dos de los ingleses y el total enfado de los Beckenbauer, Overat, Haller, etc, después de haber ido empatando dos a dos, hasta el gol fantasma.
     Fue el torneo en el que destacó especialmente Eusebio Barbosa (recientemente fallecido), máximo goleador del campeonato, jugador del Benfica de Portugal, rival del Real Madrid, del Barcelona, de la Juventus de Turín, del Paritzan de Belgrado, o del Anderlech belga.
     Y tuvo anécdotas como la desaparición de la copa del mundo (copa Jules Rimet), que fue hallada casi accidentalmente por un perro, aunque no por Scotland Yard. ¡Y querían los escoceses independizarse…!

    Eso fue en el verano del sesenta y seis, el mismo año en que acabé el bachillerato laboral superior de la época y se abría ante mí la incertidumbre de lo que me interesaba seguir estudiando.
     Después cambiarían varias veces los planes de estudio. Siete años antes, siendo un crío de diez, había comenzado a estudiar cuando en mi aldea no era lo usual, y más de una vecina encontraba extraño que yo no siguiera los pasos de mis amigos, dedicándome a cultivar la tierra que mis padres no tenían o pastorear algún rebaño del que no éramos propietarios, o comenzar a echar algún jornal ocasional mientras buscaba hierba para los pocos animales domésticos que en la casa hubiera.
    Mi paso por el Instituto fue más o menos brillante, y provechoso. Costaba lo suyo renunciar a los juegos sin horario de mis amigos, mientras que yo tenía que ajustarme a una hora fija temprana para levantarme a tiempo de arreglarme, desayunar, preparar las cosas y caminar un trecho hasta la parada de aquel autocar original en su forma y estructura, de Matías. O a la vuelta, por la tarde, dedicar la mayor parte del tiempo a preparar el trabajo escolar de los días siguientes: memorización de contenidos como la generación, anatomía y clasificación de las plantas y de los animales  (la mitosis, los estomas; las fanerógamas y las criptógamas, angiospermas y gimnospermas; celentéreos y pólipos, cefalópodos y gasterópodos…), la formulación química y el ajuste de reacciones (desde la tabla periódica hasta la obtención de productos químicos: ácidos, bases, sales, papel de tornasol…), resolución de problemas de matemáticas, de física o de química, con el número “e”, los límites y derivadas, la regla de Rufini, los tiros y lanzamientos, o los problemas  de la molalidad y el pH; la realización de láminas de dibujo que tantas veces había que repetir o raspar con la cuchilla de afeitar porque la tinta del tiralíneas se adhería a la regla de madera y ocasionaba un borrón que había que eliminar con destreza para que no se notara (aquellos polígonos estrellados, las proyecciones en pespectiva caballera, los dibujos a mano alzada con sombras…). Todo aquello se lo ahorraban mis amigos. Pero yo me enriquecí con el esfuerzo realizado y me sirvió para forjarme una profesión menos dura que aquella a la hubiera estado destinado a ejercer si hubiera seguido la tradición, sin más.


                                                        Salvador Navarro Fernández.

domingo, 5 de octubre de 2014

ETIMOLOGÍAS



       Ballegona o Ballagona,  procede de "Ballabona", o sea, "Balla"-"bona", del latin "Vallis" o "Valles", que significa "valle" en castellano,  y "bona" que significa "buena", porque valle, en latin, es femenino. Por eso, en valenciano decimos La Vall d'Uxó o la Vallvidrera catalana, dos comarcas o localidades del Mediterráneo, o Valbuena de Duero y Valbuena de Pisuerga, municipios de Valla (de valle) dolid. Si "Ballabona" hubiera sido de origen castellano habría sido "Ballabuena". Pero el nombre debieron ponérselo los alicantinos o valencianos, que, desde hace mucho tiempo han visitado la zona en busca de buenos productos agrícolas o zonas interesantes de explotación agrícola
   El que se escriba con "b", viniendo de "vallis" carece de importancia, pues frecuentemente ha sucedido así, que se ha confundido la grafía b con la v.
   Llamarse Valle bueno tiene sentido, pues en él rara vez hiela, cosa frecuente en la vega del Almanzora, próxima.
       Vélez-Rubio puede venir de "Vallis", valle, y "rubicundum", que es "rojo", contaminado del verbo "rubeo" que es "enrojecer". Y esto sería debido a la tonalidad suavemente rojiza de sus tierras.
Pero puede venir de "badis" o "bedis", como Badis de la Gomera (Vélez de la Gomera). Y también puede proceder de "veled..." (tierra de...)
       Rubio y Royo, apellidos, son del mismo origen que el segundo tramo de Vélez-Rubio.
       Vélez-Blanco cabe interpretarlo de manera semejante a Vélez-Rubio, pero aludiendo a la blancura de las tierras que lo rodean.
       Bérchules procede de "Vergeles" o "Vérgeles", dicho en romance mozárabe, por la feracidad de su entorno alpujarreño.
       Terque viene de Tariqu o Tarik, nombre de persona, en árabe.
       Bentarique es "hijo de Tarik", y es una localidad próxima al pueblo de Terque, en el valle del Andarax.
       Pampaneira podría deber su nombre a las hojas de las parras o a la abundancia de esta planta en la huerta de esta localidad, y es un término del romance mozárabe hablado en la Alpujarra hace siglos.
      Monastril está emparentado con "monasteril", alusivo a los monjes, lo mismo que Monachil, y son dos localidades de Granada, con resonancias fonéticas y morfológicas mozárabes, igualmente.
      Frejenal de la sierra tiene explicación en el hecho de la existencia de fresnos en esta zona de Cáceres, porque "fresno" viene de "fraxinus", y en algún momento pasó de la palatal sorda 'k' a la velar sorda "jota", como si dijéramos, de "frécsino" a "fréjino", y de ahí, a Frejenal.
      Alhóndiga es "Lonja", suprimiendo lo encerrado entre paréntesis: (A)l(h)ón(di)ga, y cambiando "ga" por "ja".
      Atarazana es "dársena", lugar donde se refugian o esperan reparación los barcos, pasando de "atarasana" a "atárzana" y luego a "dársana" y "dársena".
      Carabanchel parece pariente de "garbancel", lugar productor de garbanzos.
      Hortaleza parece "hortaliza", con la confusión entre vocales, típica de los hablantes árabes en castellano.
      Tomelloso es "Tomilloso", por la misma razón que en el caso anterior.
      Arapiles, lugar de la famosa batalla, parece que hace referencia a un "arábiles", a lo árabe o mauritano, como alude a moros el apellido "Moratinos", "Moravetinos"o el topónimo El Pilar de Jarabía, en Pupí (Almería).
      Présoles, son guisantes en Almería y en Murcia. El idioma árabe carece del sonido bilabial sordo "p", pero en ocasiones, en la Península, lo sustituyó por la "f". Éste parece ser el caso en el que "présoles" pasó a ser "frísoles" y luego fríjoles o frijoles que se usa en hispanoamérica para otra legumbre parecida a los guisantes porque se cría en una vaina también, tiene semillas en forma de granos y es comestible.
     Alcauciles o Alcanciles, son las alcachofas. A veces se plantaban a lo largo de los cauces de agua para regar otras plantas, y, de paso, se regaban ellas.
     Donostia viene de Dono y Stiá. Dono es Dominus, abreviado, cambiando a "n" la "m", y Stiá es el segmento final del nombre Sebastián. Dono es dueño o señor, en textos medievales y equivale a San o Santo, porque Dominus se refería al Señor, que es Santo, o a cualquier santo. De ahí que Donostia o Donostiá signifique San Sebastián, que también se llama esta ciudad de Guipúzcoa.
   Santipetri significa San Pedro (Santi Petri), y es localidad de Sevilla.
   Santiponce Es San Poncio, donde se bailan los fandangos, en Huelva.
   Santopétar, localidad del norte de la provincia de Almería, es San Pedro, en romance mozárabe.



                                                                                    Salvador Navarro Fernández.

viernes, 3 de octubre de 2014

                 TEORÍAS LINGÚÍSTICAS


           "Cheminée" es chimenea, en francés.


           "Cheminer" es caminar  (además de "marcher")

           "Chemin" es camino.

           Cuando todavía no había vehículos rápidos como ahora, ni los caminos y carretera estaban tan bien trazados, los caminantes se orientaban, para dirigirse de una ciudad a otra, por las viviendas que hubiera cerca del camino. Las viviendas habitualmente se distinguían a distancia, por el humo que salía de aquellos cañones apuntados hacia el cielo que eran las que acabarían llamándose cheminées, porque indicaban de algún modo el chemin, el camino.

                   

                                                                        Salvador Navarro Fernández.

jueves, 2 de octubre de 2014

LUCES Y SOMBRAS EN MI ALDEA

  VERSOS SENCILLOS A LA VIRGEN DEL PILAR,
 PATRONA DE MI BARRIO.

STELLA MATUTINA, LUX DIVINA

Virgen pilarica

de Overa en el cielo,

de la lluvia avisa

que no nos mojemos;

muéstranos la vía

por dónde andaremos

si sale con ira

el río traicionero;

protege las vidas

de tus lugareños;

que no se repita

en sus desafueros

la fiera visita

del flumen superbo

que llega deprisa

con males sin cuento

y viene y nos quita

el puente de hierro.

Que llueva, que llueva

con conocimiento,

Virgencica nuestra,

que no nos ahoguemos,

que crezca la huerta

de nuestros abuelos;

y tengamos fiesta

los vecinos buenos;

gocemos, brindemos

con las copas llenas

por estos momentos

de risa y verbena

y con fe roguemos

a ti, Virgen buena,

que nos des consejos

frente a la tormenta,

augurios del tiempo

que del cielo venga

de clima revuelto,

traigas, mensajera

de tiempo sereno

y paz duradera,

de lluvia en el suelo,

regando la tierra.                                                  

                                                 Salvador Navarro Fernández
                                                 Octubre de 2014.

                                                 ………..……………………

         ¡MENOS (O MÁS) LUZ, QUE ME ENCANDILO…! (Que me “escandilo”)
               ¡HOY, LAS LUCES, ALUMBRAN QUE ES UNA BARBARIDAD!
               LA LUZ Y LA LUMBRE EN AQUELLOS TIEMPOS PASADOS
         “Lux” y “lumen” (y su derivado “lumine”), latinos, son las etimologías de luz y lumbre  (de “lumine” salió “lumbre” como de “homine (m)” salió “hombre”)
        La luz y la lumbre (que también “alumbra”, lógicamente como el término indica literalmente) han sido fenómenos íntimamente ligados en la vida de la gente. También en la vida de la gente de Overa. Por otra parte, también a todos nos alumbraron cuando nos dieron a luz.


              “Azafrán de noche y candil de día, faena ·perdía·”
              “ Candil de la calle, oscuridad de su casa”
             “Tienes menos luces que un candil 'apagao'”


            Yo nací más en la era del candil que de la luz eléctrica. Por eso lo recuerdo bien.
            El candil, sucesor metálico de las lucernas de terracota romanas, era el más humilde de los instrumentos de iluminación con que contábamos en mi infancia. Con su mecha o torcida (“torcía”) empapada de aceite como combustible, “la mencha”, que decía la gente de mi tierra, o pabilo -de donde viene lo de “espabilarse” o despabilarse, como si dijéramos imprimirle más luz a la mente o prestar atención a un asunto, y,  de hecho, “espabilar el candil” era quitarle la parte quemada de la mecha de algodón para que iluminara más intensamente, cosa dificilísima, casi imposible, pues cuando se iba la luz eléctrica, “la luz” que decíamos, simplemente, alumbrarse con el candil era ardua misión, como sabían los directores de teatro si tenían que alumbrar la escena con "candilejas".
       Consistía el candil en un recipiente metálico en forma de caja con las paredes poco elevadas e inclinadas hacia afuera, y de esquinas no totalmente cerradas, de modo que permitían mantener un extremo de la mecha, a la que se prendía el fuego y daba la llama para alumbrar, descansando en una de ellas mientras el otro extremo quedaba en el “depósito”, empapado en aceite que se difundía a lo largo de aquel cordón de algodón hasta la punta encendida. Era la fuente de luz nocturna de emergencia, a falta de otras más potentes, muchas veces por falta de recursos económicos en los hogares humildes.      El quinqué, con su tubo de vidrio en forma de pera y su depósito de “gas”, que no era tal gas porque era líquido (el mismo gas que servía para “curar” catarros de garganta, aplicando un papel de estraza doblado y empapado de ese combustible al cuello del enfermo, sujeto con un pañuelo, durante una hora aproximadamente), mejoraba al candil; con su ruedecilla dorada para darle más luz o menos, con el soplido en la boca del tubo haciendo pantalla  con la mano para que el chorro de aire del soplo penetrara hasta la llama y la apagara, cuando nos íbamos a dormir. Algunos quinqués eran verdaderas obras de arte industrial y adornaban más que otros muebles.
         Y como las velas eran escasas por lo caras y menos duraderas, estaba después el carburo, como pintoresco recurso de alumbrado doméstico nocturno, con aquel chorro lumínico y su característico olor penetrante, difícil de respirar, y sin embargo, ¡qué bien soportaba la fuerza del viento de poniente en las noches de invierno cuando íbamos a cazar pájaros! Los había pequeños, muy refinados, con posibilidad de ir sujetos a un casco en la cabeza, típico de los mineros. Pero los comunes eran más sencillos y rústicos, aunque más eficientes.
     Estaba también el farol, con el mismo combustible que el quinqué (como el infernillo, más tarde), que ayudaba a los regantes o “regaores” mejor dicho, a orientarse en noches sin luna, en las vicisitudes que conllevaba esta actividad cuando la tanda de riego les tocaba acabada la luz del día. Del mismo modo era útil el farol cuando alguien salía de visita a casa de algún amigo, en noche oscura. Era propio de matrimonios, pues los mozos prescindían de este elemento, de este foco de luz (del latin “focus”, fuego) sin problemas, pues los caminos, que no calles, se los conocían hasta en el menor recodo o dificultad en sus irregularidades de firme, incluídas las piedras salientes donde no tropezar.
      La linterna de petaca llegó posteriormente, y supuso un toque de progreso considerable. Para comprobar la carga de la pila se tocaban a la vez con la lengua las dos placas metálicas de los polos, que hacían una pequeña descarga cosquilleante, con mayor o menor intensidad, según la energía que tuviera la pila, acumulada, que era la diversión de los críos.
      La imagen que ofrecían los transeúntes nocturnos con el farol era algo fantasmal y, hasta que no se aproximaban suficientemente, producía alguna inquietud, debido a que agrandaban el tamaño de las sombras del indivíduo que lo portaba.
   Finalmente contábamos con la precaria instalación de luz eléctrica de mi localidad, con aquellos cables enrollados en cordón y recubiertos con un material de goma mínimamente aislante, por lo cual, cuando habían pasado unos años por ellos si se blanqueaban las paredes, al pasar el mocho húmedo por encima podías sufrir una descarga o calambre eléctrico -¡qué curiosos los aisladores de porcelana en los que se insertaban los cables, simplemente separando los dos hilos de la red!- y sus bombillas que llamábamos peras o perillas, pues su forma era casi idéntica a esta jugosa fruta.
         Estos sistemas de alumbrado doméstico (porque el alumbrado público estaba ausente, naturalmente) fueron los que nos ayudaron a iluminar las faenas diarias, y a mí, especialmente,  las académicas, en mis horas de estudio, como único alumno de bachillerato de mi barrio, cuando volvía de las clases diurnas en el Instituto Laboral “Cura Valera” de Huércal-Overa; pero también  los escasos ratos de ocio, en las fiestas, si bien es cierto que yo no llegué, aunque me hubiera encantado haber sido testigo y narrarlo, a presenciar el baile del candil, cuya música del folkclore extremeño es, sencillamente, preciosa.
                                                          …………….

      La llegada e implantación del infernillo supuso el alivio de la siempre incómoda por lo difícil,  búsqueda de leña para hacer el fuego que calentaría guisos y desayunos. Fue una revolución en las cocinas. Sólo había que aplicar la cerilla encendida a la gran mecha cilíndrica que abarcaba al cuerpo central del artilugio de cuatro patas metálicas revestidas de porcelana, regulable con un tornillo como en el quinqué, siempre que el tanque de petróleo tuviera carga. La ventaja que ofrecía el infernillo sobre la lumbre era la ya dicha de la leña. Sin embargo, se hacía imprescindible disponer de cerillas permanentemente, o, al menos, de un encendedor de martillo que funcionaba con el mismo combustible que el infernillo. Mientras que para encender el fuego quemando leña, podía utilizarse cualquier procedimiento y medio de los mencionados o, incluso el “yesquero” así llamado porque haciendo girar una ruedecilla dentada mediante un golpe especial sobre una piedra también especial, saltaban chispas o yescas que ponían en combustión una mecha que, aplicada a ramitas secas y avivándola mediante soplidos, prendía fuego, después de haber dificultado la respiración del artífice, por el esfuerzo al soplar, y no pocas veces la tos y la irritación de los ojos  producidos por el humo que precedía a la llama.
       El mechero yesquero era de uso común entre los hombres, únicos fumadores de la época, para encender los cigarros hechos a mano con papel de librillo "JEAN" o "El Automóvil" y tabaco suelto en paquetes, generalmente llamados cuarterones, y otras veces en un estuche de cuero, la petaca; o bien, ya liados, de la marca Diana o Ideales normales, o de los llamados Caldo de gallina, supongo que por el calor que dejaba en el pecho la aspiración de aquel humo caliente del cigarro encendido. Estos mecheros habían sustituído a otros más rudimentarios consistentes en un eslabón metálico, una piedra de las llamadas perneras (serían de pedernal) que desprendían una chispa al golpearlas con otra de su misma clase o con un trozo de hierro, y una mecha que se prendía con la chispa. Pasado el tiempo, todos ellos serían reemplazados por los encendedores a butano, más elegantes, refinados y potentes de llama, pero con la misma función: hacer fuego, el invento más deslumbrante de la Humanidad.
       Me había olvidado de las “mariposas” o lamparillas, que siendo típicas de recordatorio de las ánimas del purgatorio, servían como débil fuente de luz en ocasiones, en los frecuentes cortes de suministro eléctrico con que nos obsequiaba, primero, la empresa "El Chorro" y después "La Sevillana", antes de que pasara a ser la actual e italiana "Endesa". Estas lamparillas consistían en una mínima mecha encendida, insertada  en el centro de dos círculos de cartón delgado superpuestos, colocados sobre el mismo aceite que empapaba la mecha o pabilo del candil o de las luminarias o lucernas romanas, que, por cierto, también fueron nuestras, de Hispania, incuído el oleum jiennensis, o baeticus.
                                                        ©   Salvador Navarro Fernández
                                                         Octubre de 2014.