EL AÑO QUE JUGAMOS EL MUNDIAL EN WEMBLEY Y
FUIMOS LA PRIMERA PROMOCIÓN DE BACHILLERES SUPERIORES EN HUERCAL-OVERA.
No
teníamos tele en color. Mucho menos íbamos a tener teléfono móvil (que empezó
llamándose portátil, con toda la lógica del mundo porque no era fijo), que
llegó treinta años después de nuestra historia. La televisión ya era un lujo en
blanco y negro, y, como todo lo nuevo, llegaba con cuentagotas. Primero, como
señuelo, atractivo para captar clientes en el negocio de la “hostelería” de mi
tierra: los cuatro bares que había entonces. Como había sucedido en otros
momentos, el pionero en esta ocasión fue Guillermo el de la Lola (antes, había
montado una bodega con varios toneles enormes de no menos de
doscientos litros cada uno de distintos vinos, que junto al anís castellana,
el coñac Centenario Terry con su malla dorada, otros de marca común y unos pocos otros licores, daban alegría al pequeño casino-taberna
donde el truco, la brisca, el “subastao”
o la siete y media se mezclaban con algún que otro juego inocente para menores
como los rascueles o el cinquillo). También se había adelantado a otros
empresarios introduciendo aquellas emisiones casi radiofónicas por medio del
pick up Philips aquel tan potente de altavoz que se enteraban hasta en Los
Navarros de que el baile iba a empezar, cuando oían a Luisa Linares y Los
Galindos cantar “Hay quien dice de Jaén”, o a Gloria Laso cantando “Me voy pa´l
pueblo”). Pero fallaba la
infraestructura repetidora de señal de televisión. El famoso “poste de
Cantoria” era poco potente y la señal débil, interrumpida demasiado
frecuentemente o nula. ¡Menudo trajín había que tener con la antena…!
La
mayor ilusión de los jóvenes aficionados al fútbol era ver el partido del
domingo, uno sólo a la semana que se
transmitía por la primera cadena de televisión española, la única que se podía
ver aquí. La UHF vino años después; en realidad vino tarde, mal y nunca, porque
cuando llegó ya se llamó la segunda cadena.
No
conocíamos la televisión en color. Y cuando en 1968 emigré a París y descubrí en el escaparate de una tienda del ramo de los Campos Elíseos un televisor
emitiendo un partido de fútbol como se veía en la realidad, soñé con tener algún
día uno. ¡Qué lejos quedaba en el futuro el ADSL en Internet, Facebook, Twiter
y demás…! Aquí nos conformaríamos durante unos años más, con añadirle un papel
de celofán coloreado pegado a la pantalla del televisor en blanco y negro, e imaginarnos
que veíamos las cosas en color.
No
era sólo el fútbol lo que nos entretenía. Comenzaron las series de la industria
televisiva americana. Más que ninguna, triunfó la del viernes: “Bonanza”, ahora
cómicamente recordada por Chiquito de la Calzada. Y nadie se perdía la gala “Noche
del Sábado” con Laura Valenzuela y Joaquín Prats, donde actuaban diversos
artistas: músicos puros y cantantes (aunque en esta faceta del arte, triunfaba
entre los jóvenes “Escala en HiFi”, casi siempre incluídas actuaciones de
doblaje en play back), malabaristas, inocentes payasos y otras atracciones de
show. Hasta el teatro clásico español de “Estudio Uno”, que comenzó más tarde, era
visto con expectación, aunque no siempre nos enterábamos del argumento o del
texto. Los mayores procuraban estar atentos al telediario de aquellos mitos de
la comunicación como Matías Prats, David Cubedo o Jesús Álvarez, hasta el último noticiario con el cierre de la
emisión a eso de las doce con
el himno nacional y el “gloriosos caídos por Dios y por España”, obligatorio
del momento.
Por entonces, ya contemplábamos con frecuencia en el cielo de Overa
(¡casi nada, aquello de que, desde nuestra aldea, se pudieran ver artefactos de
la importancia de aquéllos…!) el paso de los primeros satélites artificiales
(recuerdo el primer Sputnik puesto en órbita por los rusos y la fortísima
impresión que nos producía a mi padre y a mí distinguirlo en el verano de 1957,
y el misterio que suponía saber que aquel artilugio permanecería describiendo
órbitas alrededor de la Tierra, sin caerse; vamos, como la Luna, ¡nada menos!).
Poco tiempo después de esos enormes impulsos tecnológicos dos jóvenes de
diecisiete o dieciocho años recorrían
los caminos pedregosos, entre paradas frecuentes de aquella máquina e
intentos de arranque, a lomos de una mobylette azul de segunda mano, los cuatro
bares que en la época habían instalado la televisión como reclamo de clientes,
tratando inútilmente de ver los partidos de fútbol del campeonato mundial
celebrado en Inglaterra en 1966, pues la señal que se recibía en la zona era
tan mala que los titulares de aquellos establecimientos pasaban el tiempo
tratando de sintonizar los aparatos receptores, sin resultado positivo. Lo máximo
que conseguían era que se viera algún fragmento del tiempo
de juego, de manera fugaz, entrecortado con largas pausas de una especie de
niebla o señal borrosa, gracias a lo cual, el espectador, que orientaba a quien
manipulaba el aparato desde la parte posterior (“¡Ahora se ve…! Ahora no…”),
podía imaginarse el desarrollo del juego entre alguna imagen de Manolo Sanchís
con las medias bajadas, la de Franz Beckenbauer regateando juncal y elegante (actitud
que no abandonaba ni con el brazo en cabestrillo como le ocurrió después de
estos mundiales), o la de Bobby Charlton rematando con su temprana cabeza calva
un centro lanzado por John Connelly. Iban del bar de Guillermo al de Juan el
“Zurgenero”, o a la Venta; luego al de
Miguel el” Granaero”; o al de Beatriz la “Colorina”, en “aquel lao”, si en esta parte del río no
se veía nada. Todo inútil, a pesar de los esfuerzos de los técnicos. Compensaba
el esfuerzo de aquel tour por etapas el sabor de la pipirrana o de la cerveza
(no, las cervezas; sino una que, a lo sumo, tomaríamos para hacer gasto y
justificar la permanencia en el local y el desgaste de silla). La mayor parte
de las veces, ni eso. Bastaban unas pipas o unos garbanzos “torraos” con “arvellanas”
(cacahuetes) bien saladas que dejaban la lengua y el interior de los labios
erosionados, casi a punto de sangrar. Las cáscaras o vainas de estos “frutos
secos” iban a parar, directamente al suelo y nadie reparaba
en ello, pues, a falta de papeleras –que vendrían mucho más tarde y que todavía
no se han implantado totalmente-, su destino aquel era el lógico: ¡¿dónde las
ibas a echar…?! Pues ¡al suelo…!
A falta de imagen visual, disfrutábamos de la narración técnico-deportiva
de Matías Prats el Viejo, que amenizaba aquella emisión de neblina desde el
Reino Unido lejano, con profusión de metáforas y referencias familiares de los
jugadores: desde la flecha asturiana
Paco Gento arrancando en la banda, driblando a los oponentes, hasta el punto de
córner y haciendo un centro prodigioso para que remataran el gallego Amancio o el atlético Luis Peiró;
hasta el sevillista Luis del Sol, distribuyendo el juego en el centro del campo
con mucha seguridad y eficacia.
En uno de aquellos “locales de ocio” vimos más o menos completa la final
en Wembley del campeonato, entre Inglaterra y Alemania Federal; no la otra, la
República Democrática, que destacaba en otros deportes, curiosamente menos de
equipo, más individuales, a pesar de ser comunista. Y como la relación entre el
bloque soviético y los alemanes del oeste no era la ideal en esta época de
guerra fría, pues se entiende que en la situación creada con motivo de un
disparo a meta hecho por los ingleses y que tras dar en el larguero tocó en la
línea de gol comprobándose posteriormente que no había entrado el balón, y, consultado
el linier de nacionalidad rusa si había entrado o no, dijo levantando la cabeza
con un gesto soberbio y rotundo “Sí, ha entrado”, y claro, esto, dicho a
escasos minutos del final facilitó la victoria por cuatro a dos de los ingleses
y el total enfado de los Beckenbauer, Overat, Haller, etc, después de haber ido
empatando dos a dos, hasta el gol fantasma.
Fue el torneo en el que destacó especialmente Eusebio Barbosa
(recientemente fallecido), máximo goleador del campeonato, jugador del Benfica
de Portugal, rival del Real Madrid, del Barcelona, de la Juventus de Turín, del
Paritzan de Belgrado, o del Anderlech belga.
Y
tuvo anécdotas como la desaparición de la copa del mundo (copa Jules Rimet),
que fue hallada casi accidentalmente por un perro, aunque no por Scotland Yard.
¡Y querían los escoceses independizarse…!
Eso fue en el verano del sesenta y seis, el mismo año en que acabé el bachillerato laboral superior de la época y se abría ante
mí la incertidumbre de lo que me interesaba seguir estudiando.
Después cambiarían varias veces los planes de
estudio. Siete años antes, siendo un crío de diez, había comenzado a estudiar
cuando en mi aldea no era lo usual, y más de una vecina encontraba extraño que
yo no siguiera los pasos de mis amigos, dedicándome a cultivar la tierra que
mis padres no tenían o pastorear algún rebaño del que no éramos propietarios, o
comenzar a echar algún jornal ocasional mientras buscaba hierba para los pocos
animales domésticos que en la casa hubiera.
Mi paso por el Instituto fue más o menos
brillante, y provechoso. Costaba lo suyo renunciar a los juegos sin horario de
mis amigos, mientras que yo tenía que ajustarme a una hora fija temprana para
levantarme a tiempo de arreglarme, desayunar, preparar las cosas y caminar un
trecho hasta la parada de aquel autocar original en su forma y estructura, de
Matías. O a la vuelta, por la tarde, dedicar la mayor parte del tiempo a
preparar el trabajo escolar de los días siguientes: memorización de contenidos
como la generación, anatomía y clasificación de las plantas y de los
animales (la mitosis, los estomas; las
fanerógamas y las criptógamas, angiospermas y gimnospermas; celentéreos y
pólipos, cefalópodos y gasterópodos…), la formulación química y el ajuste de
reacciones (desde la tabla periódica hasta la obtención de productos químicos:
ácidos, bases, sales,
papel de tornasol…), resolución de problemas de matemáticas, de física o de
química, con el número “e”, los límites y derivadas, la regla de Rufini, los
tiros y lanzamientos, o los problemas de
la molalidad y el pH; la realización de láminas de dibujo que tantas veces
había que repetir o raspar con la cuchilla de afeitar porque la tinta del
tiralíneas se adhería a la regla de madera y ocasionaba un borrón que había que
eliminar con destreza para que no se notara (aquellos polígonos estrellados,
las proyecciones en pespectiva caballera, los dibujos a mano alzada con
sombras…). Todo aquello se lo ahorraban mis amigos. Pero yo me enriquecí con el
esfuerzo realizado y me sirvió para forjarme una profesión menos dura que aquella a la hubiera estado destinado a ejercer si hubiera seguido la tradición, sin más.
Salvador Navarro Fernández.
Salvador Navarro Fernández.
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