“En las siembras y en la trilla, el amor con
zancadilla”
(refrán popular)
No te esparranches, María
En el filo de la era,
Que el demonio del polvillo
Se cuela por donde quiera.
(canción
popular canaria)
En las eras perdíamos el tiempo soberanamente,
llenándonos del polvo que desprendían
los tallos de trigo fragmentados en paja. Aquella, era
nuestra televisión sin tele en la casa, nuestro cine
sin cine, nuestras clases de sociales y de naturales al aire libre,
auténticamente libre. Allí nacieron o reforzaron las infantiles amistades. Las
acequias fueron nuestros cuartos de baño casi naturales, el mejor modo de
aliviarnos del picor de la parva y del sudor provocado por el juego sin límite
de tiempo ni de esfuerzo, hasta que éramos llamados por los familiares porque ya
era hora de comer o de recogerse.
(refrán popular)
La era del tío Nicolás, la era del nicho (así
llamada porque alguna vez hubo junto a ella la imagen de algún santo en un
mínimo templete u hornacina), la era del horno, la era del Pérez, la de Alonso
Gaspar, la de los Molinas, la era del Niño Antonio, la de la Iglesia, la era de
los Martínez, la de la ermita, fueron escenario de faenas agrícolas hoy desaparecidas a causa,
primero de la mecanización y después por el cambio de cultivos experimentado en
Overa.
Fueron lugar
de socialización de nuestra infancia, de juegos, amistades y enemistades. Lugar
de colaboración vecinal a la hora de traer los haces, trillar, dar la vuelta a
la parva, aventar, recoger el grano, llenar de paja tosiendo por el polvo y acarrear
los “jarpiles” (contenedores para paja, hechos de guita de esparto) hasta el pajar, subirlos con ayuda de la
garrucha si la risa y las bromas lo permitían, y vaciarlos. Lugar de
adiestramiento y diversión de los críos a quienes se permitía iniciarse en la
conducción de la yunta dando vueltas a la era.
Tó aquer que trilla con burras,
y a tó comer, come bollo,
se muere y se va a la gloria
qu’aquí pasó er purgatorio.
Hoy
convertidas en plazas de recreo y ocio permanente, sólo con las gafas del
recuerdo se puede divisar al mozo diestro arreando a las mulas subido en el
trillo, látigo en mano, levemente inclinado hacia el centro de la era para
mantener el equilibrio en contra de la fuerza centrífuga que el giro originaba,
y se puede percibir con el olfato de la imaginación el olor a mies
recién
triturada, semejante al penetrante perfume de Heno de Pravia. Los hijos de
Alonso eran los más ágiles aurigas de las eras, conduciendo a una velocidad
endiablada las mulas en la trilla.
“En agosto
trilla el perezoso”
(refrán popular)
Como las
casas no disponían de sistema de refrigeración, no era raro que el dueño de la
parva pasara la noche o parte de ella durmiendo en la era, evitando así también algún posible hurto
de mies, que de todo pasaba, matando dos pájaros de un tiro.
La
operación de volver la parva para que los tallos fueran triturados por igual,
se hacía con las horcas, sacadas de ramas de almez, secas, con forma de
tenedor, de poco peso y muy prácticas para este menester. En todas las casas
había al menos una, pues tenían distintas utilidades.
Las granzas se separaban del grano sirviéndose del
garbillo, después de aventar para separar la paja basta, y eliminar elementos
desechables.
Darle la
vuelta a la parva, subirse en el trillo cuando ya estaba bastante trillada,
echarse en ella, tan suave y espaciosa, fue una delicia en aquellas tardes de julio
y de agosto, sin más preocupación que agotar todas las posibilidades de
diversión que tan sencillo escenario ofrecía. Bueno…, sencillo sólo en
apariencia. Conocíamos al milímetro todos los rincones de nuestra aldea, todas
las piedras en que no tropezar, todas las plantas espinosas que evitar, todos
los aromas que aspirar de las múltiples especies de la flora local, cultivada o
silvestre: Mancaperros de terribles y dolorosos pinchazos (eran los abrojos o aperi oculus ¡abre- ojo! Porque si no te
fijas, ya verás qué dolor cuando los pises), similares a los de los cardos borriqueros, si
bien de las pencas de estos se podía
obtener exiguo pero sabroso alimento lejanamente parecido al de las alcachofas
o alcauciles, de sus pétalos punzantes;
malvas, de frutos en forma de panecillos comestibles; los lastones de tierno tallo sabroso; siscas de
filo cortante pero útiles en el secado de tomates y pimientos al sol; “gandules”
de hoja curativa tras separarles la película que cubría la parte más carnosa de
ella; las cañas, que criaban una especie de apósito dentro de cada canuto,
usados para cortar la hemorragia, la sangre de las frecuentes heridas muchas
veces causadas al fabricar nuestras escopetas de caña, tan certeras en su
disparo;
amapolas
rojinegras de simple adorno ornamental; las campanillas violeta de dulce néctar,
inflables para hacer explotar en la
frente de las amigas; aborrecibles amores de hortelano productores de escozor
irritante; agrillos o vinagretas para chupar; aromática como ninguna, la
alábega o albahaca de los caballones en los bancales de alfalfa; tallos de
cebada tierna,
comestibles y dulces; manzanilla de penetrante aroma
y poderoso efecto relajante; hinojos imposibles de distinguir entre el sabor y
el olor, a cuál mejor; habas de inigualable sabor, y sus hijas las tabillas ( ¿o eran sus
madres?) en ensalada de aceite sal y vinagre, divinos; rábanos ineludibles en
las migas; los pimientos olorosos cuando tiernos, sabrosísimos en el guiso si
estaban asados y secos; tomates de mucha miel, sazonados y con inconfundible
perfume azufrado, de ensalada inigualable en temporada y de sabia combinación
con el pimiento asado, si, fuera de época y deshidratado al sol, se añadía a la
cazuela, aunque no llevara carne, sino las simples patatas; picantes ajos, cebollas y guindillas; los
incomparables pimientos “coloraos” fritos para las migas con tajadas y caldo, o
como ingrediente condimentario en el “ajo colorao”, al igual que las alcachofas
sabrosas; el oloroso tomillo de la Sierrecica; el laurel aromático; la
hierbabuena eterna.
Los
frutales eran la base de la alimentación vegetal junto a las verduras. Desde
los humildes aunque dulces higos y brevas hasta la jugosa naranja; los carnosos
albaricoques; las ácidas peretas y mandarinas; las almibaradas peras, las rojísimas
granadas; los ásperos membrillos y níspolas; las tintas moras; las exquisitas
nueces y los “alatones” cerbataneros; las viníferas uvas o los soberbios racimos del parral para
la mesa, y las ciruelas; las olivas de echar o para aceite; Los dulces dátiles
derribados a pedradas de las altísimas celestes palmeras; las brevas de San
Juan y los higos pajareros. Y el pan. ¡Qué pan, Dios mío!, hecho en la casa y
cocido semanalmente en el horno de leña…!
Igualmente los higos chumbos de comer con
mesura; los melones y sandías de refrescar en el río el día de la Virgen de
Agosto, en familia. No hay manjar más bueno.
Y la
compota y mermelada de membrillo o de ciruelas; y la miel de Overa. ¿Se puede
pedir más? Sí: el pan de higo con almendras y piñones, y las guindas y uvas
escarchadas que hacía mi Madre Lola, mi abuela.
Otras
veces, las menos, las eras eran espacio habilitado para desperfollar el maíz
panizo (‘panizo’ porque podía sustituir al trigo en su función de materia prima
del pan, aunque en forma de tortas). Pero esta operación de limpieza de la
panocha (‘panocha’ está también etimológicamente vinculada a ‘pan’) solía
hacerse en un local techado, igual que la operación de desgranar panizo. En
este caso, si no había máquina de desgranar haciendo girar manualmente un disco
con topecillos dentro de una especie de embudo, se frotaban dos mazorcas entre
sí, o un gabilondo contra una panocha por desgranar, o se empleaba la “armará”,
instrumento utilizado en el cosido de la pleita. A veces aparecía un grano de
color rojo entre todos
los demás de color amarillo, que permitía al
descubridor dar un pellizco a la moza que eligiera. Como premio mayor, si
aparecía la totalidad de la panocha de color rojo, el que la encontraba tenía
derecho a besos en lugar de pellizcos.
El grano
de maíz se empleaba básicamente para alimentar animales: las gallinas ponedoras
y los pollos para sacrificarlos en las fiestas o venderlos; los cerdos para
engordarlos con vistas a la matanza anual de diciembre…, pero también era
frecuente su uso en harina para migas, las de “harina panizo”, aunque no tanto
como las de harina de trigo. En esta época del año las muelas, las ruedas del
molino de Jorge, en el Río, trabajaban intensivamente.
La
perfolla (‘peri folia’, hojas de alrededor de la panocha, como moza
emperifollada) de menor dureza, las más delicadas y suaves servían para
rellenar humildes colchones, de uso más o menos frecuente en mi aldea, cuando
la cantidad de lana disponible no era suficiente para tal fin. Dormir sobre un
colchón de aquel relleno preparaba a uno para las penalidades de la vida futura
si entre las hojas se había incluído algún “pizorro” o base del cáliz de la flor de la que formaban parte los
pétalos o perfolla, y la mazorca su fruto, y se te hincaba en el costado
durante el sueño. Pero… ¡qué digo!
¡Ojalá volvieran esos tiempos y sus incomodidades…!
Hoy en la
“Plaza Mayor” o era de la Iglesia, o en las otras “plazas” de Overa, están
ausentes las “bestias” que nos distrajeron y entretuvieron tanto; no golpean
los cascos de las mulas ni hay sudor en su piel del esfuerzo realizado; no se
ve la burra vieja de antaño trillar a ritmo lento al grito de “¡arre, burra!”
lanzado por el vecino, impaciente por terminar la faena. Hay gente viendo la
tele en las casas aledañas a la era o a la “plaza”. ¡Qué sea buena la cosecha!
©
Salvador Navarro Fernández
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ResponderEliminar¡Enhorabuena,amigo! Has hecho que me pique el polvillo de la era, cuando mis "titos" me subían al trillo o al cilindro; oler el tarquín de los rebalsos de la boquera y me he visto subido al "alatonero del Cortijillo"...¡Qué gracia, la escopeta de caña! ¿Y los coches de palera? Me has emocionado con las alusiones familiares...En fin, creo que "la Ana de la Lola" y Cristóbal pueden estar muy orgullosos...Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarDescubriendo al Delibes y Machado que lleva mi amigo Salvador Navarro dentro, las perlas humanas que destila este río seco llamado Almanzora
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