Miré las
ruinas de la patria mía,
reliquia de
sucesos laureados,
orgullo y
fama, hoy aniquilados,
por cien
monedas hechos mercancía,
producto
falso de mercadería,
en foros de banqueros
y mercados
con los
poderes fácticos casados,
agotadas
riqueza y valentía.
A su
incierta suerte abandonados
los
espíritus libres, desbordados,
anuncian que
“delenda est monarchía”;
por las
hienas salvajes devorados
vendidos
tras vivir esclavizados,
por quien
ostenta la supremacía;
despreciados
su temple y su valía
por los
oportunistas, ignorados;
faltos de
voz, ciegos o amordazados
peregrinan
sin rumbo, luz ni guía;
como
Diógenes, buscan, desalentados,
un hombre
que conozca los cuidados
aplicables a
esta patología.
Sentí
temblar la tierra en que yacía,
vagué
sonámbulo y desorientado,
busqué razón
a aquel desaguisado
y no hallé
explicación, sino agonía.
Lo que negro
anunciábase de día,
trágico fue
en la noche el resultado;
y al día
siguiente, desesperanzado,
trabé
amistad con la melancolía.
Busqué
refugio en la filantropía.
Me dije:
será un sueño; no ha pasado.
Mas,
desperté de escombros rodeado.
Hice
recuento de lo que poseía,
monedas y
saberes que tenía,
y vi que era
poco lo acumulado;
cubierto de
tristeza y abrumado
me dispuse a
esperar el nuevo día.
Jericó
sucumbió a la sintonía
de timbal y
trompetas combinados;
y el techo y
las columnas derrumbados
eran fúnebre réquiem que se oía
en la más
horrísona armonía;
del cielo
protector precipitados,
capiteles,
arcos desmoronados,
fueron
cascotes de mampostería.
Era
inminente el riesgo de anarquía.
Ninguna
clave desmontó el tinglado:
Nadie
propuso acuerdo concertado
o la
concordia que se pretendía;
nadie portó
el farol que alumbraría;
no se
encontraba el foro sosegado
y el ánimo,
se mostraba exaltado
por la
disputa de soberanía.
Ya las
fuerzas de una hueste impía
acosa su
recinto amurallado;
suenan las
trompas de Josué airado
reclamando
la su herencia judía.
Y el odio
atroz, rudo y desenfrenado
huye a lomos
de potro desbocado
que huella
el suelo por donde solía.
©Salvador Navarro Fernández
Me gusta mucho este poema del “Quevedo de Overa”. Te felicito, amigo. Necesitamos que alguien porte “el farol” que nos alumbre un “acuerdo concertado”; de lo contrario sólo nos quedará el refugio del lamento.
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