DEL “DOMINGO PASCUA” AL "DIA LA VIRGEN
DE AGOSTO"
El “Domingo Pascua”, domingo de Resurrección, era tradicionalmente uno de los días de fiesta más
alegres y multitudinarios de los años cincuenta y sesenta, en el tramo del río,
nuestro Almanzora, inmediato al
monumento viario de hierro y piedra de sillería que fue aquella obra de ingeniería,
montada al estilo de la torre que hoy es símbolo de la llamada ciudad de la
luz, París, por el sistema de placas y remaches de hierro que daban a nuestro
puente y siguen dando hoy a la torre Eiffel, ese aire entre bordado y cosido
industrial metálico, cuya introducción tanta admiración produjo en las grandes obras
públicas.
Se celebraba el “paso”, la pascua de Resurrección, porque la otra, era la de
Natividad, o sea de Navidad: las dos pascuas o los dos “pasos” de Jesús, uno,
haciéndose humano y el otro, sufriendo crucifixión por la Humanidad pecadora,
redimiéndola. De ésta última del sufrimiento que implicó, deriva el sentido de
la frase “hacerle la pascua” a alguien.
Enfín, a lo que íbamos: El “Domingo
Pascua”, para celebrar la resurrección y el triunfo de Jesús sobre el pecado y
su ascensión a los cielos, se congregaba en las cercanías del “Puente Hierro”
de Overa multitud de personas, especialmente jóvenes, en bulliciosos grupos,
entonando mejor o peor canciones populares, o bromeando con cualquier persona o
cosa que se presentara. Se diseminaban a lo largo de la zona más verde, húmeda
y de mejores sombras posibles, en las dos orillas del río, desde por la mañana,
y, aunque a aquella excursión campestre se le llamó “ir de merienda”, lo que
actualmente los modernos llamarían hacer un pic-nic, tal merienda, en realidad
era más bien una comida de mediodía, en la que se integraban los mejores alimentos
de que era posible abastecerse, según lo que cada economía permitía.
Era, en realidad el Día de Exaltación de
la Primavera. El cambio de estación, de los días de cada vez más horas de sol y
más benigna climatología, aunque de vez en cuando surgiera alguna imprevista
lluvia, que jamás fue mal recibida.
Allí iba de merienda todo el mundo joven;
se buscaba un espacio de césped típico de la zona húmeda del río, o algún claro
entre las cañas del bosque que de ellas había a lo largo de unos kilómetros, y
en la fina arena se extendía el mantel y se disponían las viandas, que, para la
ocasión eran auténticos manjares, inusuales en la mesa a diario. Era muy
socorrida la carne de conejo con tomate y pimiento, así como el atún Albo, las olivas
rellenas de anchoa, los lomos de orza, las longanizas y el morcón pequeño hecho con la
vejiga del cerdo, los hornazos de exquisito sabor y su huevo cocido central
rematado por la cruz de pan, las pasas, las naranjas selectas con el sello impreso en la piel con tinta morada, de las elegidas para exportar en los almacenes de selección donde trabajaban tantas mujeres de Overa, los caramelos guardados de la Semana
Santa, el flan chino “El mandarín” y el chocolate o los huevos cocidos decorados
con colores sacados de hierbas, introducidos en “la merienda” por nuestra
maestra de Villarreal, para estrellarlos en la frente de los vecinos comensales.
La bebida más común aparte de la gaseosa, era el vino en la bota y, muy raros,
los botellines de cerveza refrescados en el agua corriente del cristalino río.
El punto de referencia, el centro de la
fiesta campera, fue siempre el puente, ¡nuestro “Puente Hierro”…! Debajo de él, bajo su sombra, se comía, se
reía y se cantaba o se contaban chistes y se hacían bromas mientras se iban
forjando algunos noviazgos o aproximaciones afectivas entre mozos y mozuelas.
Sobre el puente, dejándose llevar por el sonido de sus barandillas y la brisa
fresca que levemente soplaba desde abajo, paseaba la gente, las muchachas de
dos en dos o en grupos de más, reían y se reían de algún pretendiente ridículo
o gallardo que las seguía. No era el paseo marítimo, porque no había mar. Pero era
un auténtico Paseo Fluvial, por la belleza del río, por la fronda que lo
habitaba y por la vida que nos daba.
“ Las barandillas del puente se menean
cuando paso.
A
ti solita te quiero; de las demás, no hago caso.”
“De
puente a puente” -parecía que jugábamos de alguna manera a la Oca-, teníamos la
otra gran fiesta local al aire libre: El día de la Virgen de Agosto. Y digo “de puente a puente”, porque era nuestro
puente entre las dos orillas del Flumen Superbus el catalizador de las fiestas
a la manera de los madrileños en la pradera de San Isidro, de Goya, sólo que
dedicadas en este caso a la Virgen de la Ascensión, o Virgen de Agosto. El Día
de la Virgen de Agosto veníamos a celebrar de manera apoteósica el verano, y de alguna manera conjurar el final de los
agobiantes calores pues no tardaría en aparecer la primera nube blanca que
anunciaría otras cercanas y oscuras más
cargadas de agua, presagiando el cambio de tiempo, a más fresco.
Las familias trasladábamos los enseres
de cocina necesarios como los “yerros” ( o sea, trébedes –de trípodes, tres
pies-), la sartén, las cucharas (que no, tenedores), los cuchillos; los
condimentos, colorantes, ingredientes y alimentos necesarios para la
preparación del arroz (entonces todavía no habíamos llegado a denominarlo “paella”)
en la sacrificada burra de todas las tareas domésticas del año, hasta la sombra
del “Puente (de) Hierro”. Allí, desde las once, aproximadamente, de la mañana
nos instalábamos entre la eterna, transparente y fresca acequia que regaba el
pago de más allá del puente y el primer pilar de piedra de sillería que
sostenía el magno armazón de hierro con arcos, barandillas y asfalto,
buscábamos las indefectibles ramas secas de taray para encender la
lumbre y se comenzaba a disponer todo, para cocinar aquel arroz con pollo
típico de la ocasión; pollo musculoso, gallardo por ser gallo, vistoso por ser
de plumas de colores adornado, que habiendo venido vivo y rebelde se iría
desplumado y engullido, devorado por sus criadores. Animado el fuego y comenzada
la preparación del arroz, se ponían los melones de agua (que ahora son sandías)
a refrescar en aquella famosa acequia, hasta que llegara la hora de abrirlos y
partirlos en “tajás”, medias lunas hábilmente cortadas por los mayores y cuyas “cortezas”
o pieles duras, en fragmentos, serían proyectiles que entre risas nos lanzábamos
unos a otros. Mientras que los mayores hablaban y preparaban la comida, los
pequeños jugábamos y nos bañábamos en los numerosos “rebalsones”, con las
advertencias de nuestros padres acerca del peligro de las bromas en el agua, aprendiendo
a nadar o a medio nadar, apoyando un pie en el fondo de arena de aquellos
estanques, a veces construidos por nosotros mismos.
Cayendo ya
la tarde del día quince volvíamos, cansados a la casa, con el sabor de la
comida-banquete en el paladar, y con el otro sabor, el de la vivencia familiar,
en el alma, para siempre.
Después vino nuestra plaga bíblica, la
riada de 1973 y nos arrancó, como castigo divino, toda la belleza de aquel
locus amoenus de la poesía de Garcilaso, dejándonos el actual abandono, dejadez
e incuria administrativa que permite la evacuación sin control de vertidos al
río de nuestros amores.
Salvador Navarro Fernández
Salvador Navarro Fernández
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