Aquellas décimas
de fiebre me mortificaron durante varios meses por un error de diagnóstico del
médico de la familia (“¡Carajo! Estábamos buscando algo raro en los ganglios y
son las anginas…!” –bramó el doctor Parra, “don Diego” para el común de los pacientes,
cuando, harto de analizar placas de rayos X,
y de dibujar con detalle cada vez que acudía con mis padres a su consulta perfectos
esquemas del aparato respiratorio que luego trasladábamos a su hermano, el otro
doctor Parra, “don Paco”, se dio cuenta del problema que me mantuvo en absoluto
reposo y con dolor de articulaciones durante demasiado tiempo, más del que
puede soportar un crío de ocho o nueve años sin poder ir a aprender a aquella
amada escuela unitaria de mi aldea, ni salir a jugar en el recreo a la
civilicerra, nombre en jerga algo caló, a modo de contraseña o aviso de la
presencia de la Guardia Civil en las proximidades, a quienes robaban fruta:
- ¡ Civilicerra!
-pronunciaba solemnemente la “madre” sentada en la cruz del algarrobo de
“la Tenienta” ( amablemente así apodada porque su marido había alcanzado la
graduación militar de teniente en la Guerra de Cuba, probablemente).
- ¡¿Qué fruta echa?! –coreábamos con entusiasmo y prisa los demás, ansiosos de conocer pistas con que
resolver el acertijo. E, invariablemente, la “madre” respondía:
- Es un árbol regular de alto. Y echa una fruta “asín” –y
señalaba con las manos el tamaño y la forma del fruto incógnito, que podía ser
cualquier fruta u hortaliza, incluídas las amargas y no comestibles tueras (coloquíntidas, cucurbitáceas) usadas
como purgantes.
- ¡Naranjas! –decía uno.
- No –respondía la “madre”.
- ¡Melones!
- No.
-¡Ciruelas!
-¡Ciruelazos! –decía rotunda la “madre”, y con tal fórmula
autorizaba al acertante a golpear cuanto quisiera al resto de participantes
fugitivos, si podía; hasta que, cuanto más alejado viera al agraciado mejor,
gritara esta vez la temida por él y esperada por los otros
“¡tabla, tabla”! que daba paso a la siguiente escena.
Entonces, ¡oh,
variable fortuna!, las tornas cambiaban y el aporreador era vapuleado por todos
hasta que conseguía llegar al trono-refugio de la “madre”, y si la urgencia y
los nervios se lo permitían, pronunciaba la fórmula de salvación - “ciruelazos”
en este caso-. Hasta que eso sucediera, no cesaba la tunda de desquite.)
El reloj caminaba
aceleradamente, pues la campanilla sonaba indicando el final del recreo mucho
antes de lo que los pupilos deseábamos y necesitábamos para cumplir con
nuestros juegos rituales. Allí aparecía en la explanada de la entrada a la
escuela la señorita de Villarreal, nuestra querida maestra, doña Natividad
Guiral Gil, llamándonos a clase con aquél semblante siempre sonriente.
Los meses de
reposo obligado me impidieron disfrutar a tope de la compañía y de la alegría
de mis amigos fuera de mi casa. Oía sus risas y sus voces cuando salían de la
escuela, más allá de las paredes de la habitación donde yo estaba postrado en
la cama, pidiendo a los cielos salir pronto de aquella dolencia desconocida.
Oía a una vecina reprochar a sus hijos la tardanza en salir de la escuela y
cómo se burlaba del éxito escolar que pudieran lograr (“Vais a salir
catedráticos” –les decía con menosprecio de su aprendizaje-. Alguno de sus
muchos vástagos, ciertamente, ha llevado una vida azarosa y ha ejercido
entre otros oficios el de portero en una discoteca neoyorkina).
En compensación,
mi enfermedad, me facilitó el acceso a antiguas revistas y folletines (“El
Blanco y Negro”), tebeos (el divertidísimo “TBO”,” El Capitán Trueno” –formidable
héroe de la cristiandad al grito de ¡Santiago y cierra España!, “ El
Bucanero” –con trepidantes aventuras de
piratas en El Caribe-, “El Guerrero del antifaz” – ambientado en el teatro
épico de la morería-, “ Zarpa de león” – historieta reivindicativa monárquica,
de los años de la Segunda República-),
algún libro estrafalario sobre las Cruzadas medievales, o un viejo libro
de lecturas ejemplares llamado “Rueda de espejos” con aviso manuscrito a lápiz,
del propietario (Si este libro se perdiera, como puede suceder, le ruego al que
se lo encuentre que lo sepa devolver. Y si no sabe mi nombre, aquí abajo lo
pondré: Jerónimo Fernández García); un libro antológico de cartas- modelo que
llamábamos “el manuscrito” porque estaba escrito a mano, lógicamente, aunque es
extraño que realmente así fuera sabiendo que no había fotocopiadoras en la
época y no era letra cursiva típica; y
las visitas esporádicas que recibí de amigos, del médico, de la maestra, y la
atención obsequiosa de mi familia.
Con la
reincorporación a la escuela disfruté de los planes de alimentación infantil a
base de leche en polvo y queso -¡delicioso queso!- en lata (unas
doradas latas cilíndricas de varios kilos de queso de vaca, de tonalidad
amarillenta y extraordinario sabor), que mandaban los americanos.
La preparación de
la leche era una operación colectiva, aportando cada escolar una botella de
agua caliente que se vertía en un lebrillo enorme donde se disolvían aquellos
terrones liofilizados hasta adquirir la textura aproximada de leche natural,
que después se nos repartía en vasos o tazas a cada uno de nosotros. El mayor
inconveniente de todo el proceso era el transporte de la botella con agua casi
hirviendo, desde la casa hasta la escuela.
Otras veces era la
mantequilla americana lo que se distribuía. La extendíamos en el pan; unos,
tostado (si aquel día había brasas en la casa) y otros al natural, y lo disfrutábamos
como lujoso desayuno no acostumbrado.
Fueron años
cruciales en la vida de mi aldea, los cincuenta del siglo XX. En 1950, con
aportación en jornales de los vecinos y colaboración del consistorio municipal
de Huércal-Overa y del Ministerio de Educación Nacional, se construyó la
escuela unitaria, con un salón o aula, una vivienda anexa para la maestra, y
unos aseos. Tenía el complejo un aire gracioso con una cubierta de teja
alicantina, material inusual en la zona, con voladizo de maderas verdes, cuando
la gran mayoría de construcciones sólo disponía de terrado de tierrarroya y
algún que otro tejado de teja moruna. Las ventanas, de madera con molduras, de
color verde, acristaladas, orientadas al Este; y una puerta de entrada
igualmente labrada y pintada, de dos
hojas, orientada al sur hacia los huertos de naranjos, lugar de exposición a la
vergüenza pública con orejas de burro y de rodillas, de algunos alumnos
desaplicados.
El trabajo escolar
era llevadero para quienes no teníamos más urgentes ocupaciones –había quien no
podía asistir con frecuencia a las clases porque su colaboración en las faenas
de la casa era absolutamente imprescindible, aunque no fuera mayor de diez o
doce años-, y podíamos simultanearlo con los juegos –por lo general poco
intelectuales- como la cadena (una vez
“echada la china”, o sea adivinar en qué mano tenía oculta el otro una pequeña
piedra, el perdedor iniciaba una persecución del resto de participantes
que, a medida en que eran atrapados, engrosaban la cadena cuyos eslabones eran los
niños enlazados por las manos, que seguían persiguiendo a los restantes para
ampliar su longitud); el fútbol con
balón o con naranjas verdes; las bolas –o canicas; la correa -especie de
cinturón que se ocultaba en cualquier lugar de difícil acceso o era disimulado
entre las piedras de un muro, hasta que alguien lo descubría y lo utilizaba
como látigo para fustigar con él a los
demás; el “aregón” o “aragón” en las noches de luna de verano –especie de defensa
de posición militar que había que tomar en plan guerrillero al grito de
“Aragón, descubierto, que está la puerta abierta”; o las cañas-pértiga, admirable manera de desplazarse tomando impulso
alternativamente en un extremo y en el otro de una gruesa caña; y el salto,
volando por encima de los cuerpos encorvados de los participantes; juegos todos
ellos típicamente masculinos. Pero también otros, más amables; estos, en
compañía de las niñas: el salto con pelota pequeña de goma lanzándola a la
pared y haciendo una serie de pasos o posiciones del cuerpo; la rayuela, de
constante ejercicio físico; los cabales o juego de malabarismo realizado con
cinco pequeñas piedras redondas (eso
eran los cabales) con las que se ejecutaban difíciles ejercicios de habilidad
manual y corporal lanzándolas al aire y
recogiéndolas antes de caer sin que escapara ninguna mientras se efectuaba un
complicado movimiento con otras que permanecían en el suelo e iban cogiéndose
en cada movimiento nuevo; o el baile corrido con una tonadilla reiterativa de
una letra así: “La señorita Isabel qué tonta que está: se va a morir de tanto
pensar; si piensa en Fulanito, Fulanito no la quiere; por eso Isabel de pena se
muere. Que salga ya que la quiero ver bailar, etc”; la comba entre niños y niñas,
mediando picardías; o las carreras en bici, pedaleando con la pierna por debajo
del cuadro en alguna destartalada y oxidada bicicleta, que ocupaba más tiempo
en arreglo de pinchazos y montaje de cadena desengrasada que placer en el
paseo.
Hacia las tres de
la tarde de los tórridos días de julio y de agosto, en el momento de mayor bochorno y sequedad en
las gargantas por efecto del abrasador poniente, cuando las chicharras
–cigarras- estaban a punto de volverse locas haciendo vibrar sus plectros
(tímbalos) y el aire clamaba al cielo por un poco de humedad, sonaba la potente
voz de José Antonio “el Chambilero”:
-“¡Chambi rico, helado! ¡Mantecado helado!”. ¡Chambi…! El eco parecía repetir la frase en las
paredes del salón de la escuela. Era un sándwich de mantecado helado entre dos
pastas que parecían sacadas de la misma materia candeal de la hostia, de la Sagrada
Forma, por lo exquisitas que sabían. Y luego, estaba el limón helado en aquel
recipiente protegido con corcho y su tapa metálica brillante con asa para
hacerlo girar. ¡Hum!, ¡Qué bueno y qué frio en medio de aquel horno sofocante
de Overa!
Era una conmoción
lo que aquel anuncio producía, especialmente entre los críos. Entraba entonces
la negociación con la madre o con el padre para conseguir dos reales, un real o
incluso una perra gorda para poder paladear aquel manjar helado en la hora de
máximo calor y sequía.
Unos años más tarde,
se construyó en la localidad una recoleta ermita, erigida por aportación
vecinal, en honor de la Virgen del Pilar, a sugerencia de un vecino, ejerciente
cacique influyente, ex guardia Civil famoso por la persecución y captura de los
contrabandistas “El Espadilla” y “El Carbonero”. Y, claro, siendo la Pilarica
patrona de la Benemérita Hermandad, no extraña que finalmente diera nombre de
“El Pilar” a la localidad cercana al
cruce de carreteras, al “Control” de la Guardia Civil que había allí instalado,
englobando y sustituyendo a varios otros topónimos preexistentes: Los
Pantorrillas, Los “Javilanes” (Gavilanes que hacían sus nidos en un acantilado
sobre el barranco), La Molineta –por el rotor de aspas movidas por el viento
para extraer el agua de un pozo-, La Venta del Empalme o de Overa, El
Ventorrillo,…, atravesados por la Carretera de Baza, la Nacional 340 y el
Camino Real o de Lubrín.
La decoración
interior del retablo, en torno a la hornacina que aloja la imagen de María y El
Niño fue magistralmente ejecutada por Juan “El Obispo”, artista huercalense
experto en pinturas al fresco, y representa una serie de columnas y otros
motivos de un templo antiguo, de estilo más o menos clásico.
La ubicación de la
escuela y el ensanche que se construyó en su entorno sirvió, a partir de
entonces, de plaza pública y lugar de instalación de la verbena popular del 12
de octubre, festividad del Pilar, adornada sistemáticamente con papel de seda
de colores, recortado en formas diversas y pegado a los cordeles de pita (en
aquellos años se extraía la fibra de pita o alzabara que los componía en una
industria local integrada por una
máquina manufacturera de hilo de este falso cactus abundante entonces en
la zona) por medio del más eficaz y barato pegamento: harina de trigo amasada
con agua. El bullicio infantil en tales ocasiones era más que extraordinario,
por el acontecimiento festivo que anunciaban los cohetes lanzados al cielo azul
de Overa.
En la ermita,
aunque minúscula, se celebraban con concurrida asistencia casi todos los
oficios religiosos. Pero los más esperados eran los típicos del mes de mayo, el
mes de las flores, con inigualable perfume de rosas recién cortadas, y las
bromas y risas de los más pequeños, disfrutando de las noches de plena, florida
y apacible primavera. Después, ya en el verano, buscaríamos la diversión
bañándonos en los “rebalsones” del río, en las acequias o en las balsas. De
vuelta a la casa desde el río, con la navaja hacíamos las cerbatanas con el
penacho de las cañas de “El Cañico” (“zarabatanas, decíamos) para lanzarnos
como proyectiles las semillas (“ huesos”
en nuestra jerga), perfectamente esféricas
y planificadas con meridianos y paralelos, de las almecinas (“alatones”, fruto
del latonero, latón o almez), después de comernos la pulpa escasa pero dulce y
sabrosa que las rodea – tan deliciosa
como para que los viajeros que la probaban olvidaran su patria, como dice
Covarrubias en el “Tesoro de la lengua castellana o española”, de los hombres
de Ulises en la Odisea, e identificando el almez o latonero con el loto, de
dulcísimos frutos.
A la vuelta de los
baños, si era domingo y anochecía ya, podía oírse desde el río aquella
entrañable “Diana” de Paul Anka (“I’m so young and you’re so old/ this my
darling I’ve been told/ I don’t care
just what they say/ ‘cause forever I will pray/ you and I will be as free/ as
the birds up in the trees…Oh, please, stay by me, Diana…”, que entonces no
entendíamos en absoluto) en el pick up de mi tío Guillermo, acompañada
musicalmente por el sensual saxofón y el
incitante punteado del banjo de la orquesta de Don Costa, estimulando nuestros
sentimientos y fantasías juveniles.
Junto a este single de Paul Anka nos
deleitamos con otros muchos que estaban de moda en los Estados Unidos, gracias
al vínculo cultural musical que creó, a través de los discos que traía de
América, mi primo Jerónimo, el dueño del referido libro “Rueda de espejos”.
¡Qué tiempos…!
Salvador Navarro Fernández
Salvador Navarro Fernández
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